_
_
_
_
_
Reportaje:

Se fue antes de la ejecución

Viva Leroy Nash se libró de la inyección letal. Ciego y sordo, el preso más viejo del corredor de la muerte falleció por causas naturales a los 94 años. Pisó por primera vez la cárcel en 1930

Yolanda Monge

En la celda número 39 del Penal Estatal de Arizona, que forma parte de la red de prisiones de máxima seguridad de EE UU, el tigre grandote se extinguió poco a poco a lo largo de los últimos 27 años de su vida. Allí esperaba burlarse de un sistema, que él consideraba cruel e inhumano, y morir mientras dormía; antes de que el Estado le ejecutara con una inyección letal, tal y como sentenció un juez a principios de los años ochenta.

A los 94 años, el preso más viejo del infame corredor de la muerte de Estados Unidos ha dejado de tener ese triste honor. El Estado no ha cometido su homicidio legal. Viva Leroy Nash falleció de muerte natural hace dos semanas. Logró su propósito y se fue antes de que le mataran.

Nash fue condenado por asesinar a dos personas; una en Utah en 1977, y la otra en 1982, por la que fue sentenciado a muerte

Prácticamente sordo; prácticamente ciego; artrítico; los guardas le acompañaban hasta el servicio porque no podía valerse por sí mismo; en muchas ocasiones ajeno a la realidad; superviviente de cuatro embolias y tres ataques al corazón, Nash era "un fósil legalmente incapacitado para ser ejecutado", en palabras del último abogado del preso, Thomas Phelan. Pero "la edad es irrelevante desde el punto de vista de la ley", explicaba Kent Cattani, uno de los abogados al frente de la sección que revisaba la condena a muerte de Nash. "Los años no te dan carta blanca para librarte de la máxima pena", recalcaba Cattani.

Cierto. El Tribunal Supremo de Estados Unidos prohibió en 2005 la ejecución de jóvenes o enfermos mentales. Pero nada está establecido sobre los ancianos; excepto que si son condenados a muerte, un día deberán ser ajusticiados. "Su ejecución sería un show de los horrores y nos convertiría en la vergüenza del mundo", declaraba el abogado del anciano en 2005, cuando luchaba dentro del enmarañado sistema legal para suspender la condena de Nash y conmutarla por una cadena perpetua. "Las personas mayores, los disminuidos psíquicos no deberían ser atados a una camilla e inyectados hasta morir", argumentaba Phelan.

La muerte natural de Nash ha ahorrado la vergüenza a un país que desde que reinstauró la pena de muerte, en 1976, ha acabado legalmente con la vida de 1.193 personas. Y durante unas fracciones de segundo ha reabierto el debate sobre si alguien de su edad debería ser ejecutado.

Los dos reporteros que en el pasado se interesaron por el caso de Nash (Paul Rubin del Phoenix New Times y Richard Serrano de Los Angeles Times) resaltan en sus largas crónicas que Nash personificaba el término "carrera criminal". "No sientan pena por este hombre", escribía Serrano hace un año, quien mantuvo larga correspondencia con el condenado. "Yo no la siento. Es un asesino. No importa lo que Nash diga, el empleado de la tienda de filatelia no disparó primero. Ni los testimonios de los testigos ni los tiros a quemarropa recibidos por Gregory West, 23 años, recién casado, prueban sus alegaciones de legítima defensa".

Nacido en Utah en 1915, dos semanas antes de que Estados Unidos mandase a sus primeros hombres a luchar en Europa en la I Guerra Mundial, Nash pasó más de 67 años de sus 94 de vida entre rejas. La última vez que Nash votó lo hizo por Dwight Ike Eisenhower (1953-1961). Y su récord criminal se inició en 1932, el año en que Franklin Delano Roosevelt llegaba a la presidencia. Diecisiete presidentes han gobernado EE UU durante la vida de Nash.

Hijo de una mormona que le bautizó con la tercera persona del imperativo presente del verbo vivir (en honor a un antepasado español y de un padre que tenía por costumbre atarle a un árbol y azotarle), Viva Leroy Nash se inició en el delito a la edad de siete años en la rural Utah, con el robo de bicicletas y bolsas de patatas fritas. Cuando alcanzó la adolescencia ya conocía lo que era el significado de la palabra prisión tras pasar por una de las cárceles más duras de Kansas, la penitenciaría de Leavenworth, donde los reclusos mayores le enseñaron cómo sobrevivir dentro -y fuera- de sus muros.

Nash fue condenado a lo largo de su vida por asesinar a dos personas; una en Utah en 1977, por lo que fue sentenciado a dos cadenas perpetuas; y la otra en 1982, que le condujo al corredor de la muerte. En 1947 intentó matar a un policía en Connecticut disparando contra él repetidas veces. El intento le costó 25 años de cárcel que cumplió hasta el último día.

Que el condenado a muerte más viejo de EE UU estuviese en libertad tras sus dos condenas de por vida en Utah y pudiese matar de nuevo a los 67 años en Arizona se debe a una rocambolesca fuga que protagonizó sirviéndose del privilegio de trabajar fuera de la cárcel, concedido por el alguacil. Nash permaneció 20 días huido antes de matar con dos certeros disparos de una Magnum 357 una fría mañana de noviembre al empleado de una tienda de sellos en Phoenix. Ni siquiera hubo juicio: él se declaró culpable para evitar que el fiscal expusiera ante el jurado toda su historia criminal. De poco le sirvió. No se libró de la sentencia que le hubiera llevado a la aguja -como coloquialmente se refieren los abogados y fiscales a la inyección letal (the needle)- de no haberle engañado con su propia muerte.

En sus 94 años de vida se casó una vez, con Beth -quien vivía todavía hace cinco años pero cuya pista se pierde entonces- y tuvo un único hijo reconocido que murió en 1989. Sus primeros libros fueron de Tarzán. Amaba las historias de la selva y las aventuras. Por eso se llamaba a sí mismo 'el tigre grandote' (en español), como el gran depredador que acecha en la jungla.

Viva Leroy Nash, sentado, durante un interrogatorio policial en Dallas, el 27 de mayo de 1947.
Viva Leroy Nash, sentado, durante un interrogatorio policial en Dallas, el 27 de mayo de 1947.AP

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Yolanda Monge
Desde 1998, ha contado para EL PAÍS, desde la redacción de Internacional en Madrid o sobre el terreno como enviada especial, algunos de los acontecimientos que fueron primera plana en el mundo, ya fuera la guerra de los Balcanes o la invasión norteamericana de Irak, entre otros. En la actualidad, es corresponsal en Washington.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_