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Columna
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Defensa del ánimo de lucro

Nada hay que practique más la gente, pero nada que asegure más detestar. El ánimo de lucro es un invento calvinista que nuestra íntegra sociedad, apenas contaminada por un puñado de ricos depravados, rechaza con vehemencia. Ánimo de lucro sólo tienen esas diabólicas entidades que buscan incesantemente nuestra ruina: empresas farmacéuticas, colegios privados, constructoras de autopistas, cadenas de supermercados, pero que no mancilla a los filantrópicos partidos, a los munificentes sindicatos, a los desprendidos activistas de la más variada actividad.

El ánimo de lucro da vergüenza. No conozco a nadie que confiese intención tan miserable, ni que defienda a pie firme la propiedad privada. Ni los políticos que hacen y deshacen nuestras vidas, ni los ecologistas que aspiran a cambiar nuestras costumbres, ni los futbolistas de Primera División, ni los escritores de best sellers, ni siquiera los tenistas, tienen nada que ver con el ánimo de lucro. Seguro que lo condenan, pues cada vez que abren la boca asoman de sus labios sentimientos volátiles, angélicos, aéreos.

Las sociedades burocratizadas aspiran al estancamiento, querrían ser estáticas; que en ellas nadie se desmarque de una igualitaria oscuridad, que las leyes prohíban toda agitación hasta anclar a cada sujeto en un lugar preestablecido. El ánimo de lucro aspira a quebrar ese principio y por eso la sociedad inmóvil percibe el riesgo que acarrea la más mínima galerna liberal. Personas privilegiadas por el poder político, la función pública o la nomenclatura intelectual consideran el afán de lucro algo ausente de sus vidas: por eso condenan severamente el afán de lucro de los demás.

El ánimo de lucro es lo más diabólico que puede concebir una sociedad paralizada. En la Edad Media el alto clero se pronunciaba en contra del interés bancario. ¿Cómo no condenar furiosamente ese peligroso resorte de movilidad social? Cualquier comerciante judío era víctima de las iras del populacho por hacer algo tan vil como ganar dinero. Nada es distinto ahora cuando personas asombrosamente acomodadas denuncian el ánimo de lucro. Y, al igual que en la Edad Media, el mismo populacho cree a los mismos embusteros y dirige el mismo odio en la misma dirección.

El odio a la burguesía, el odio a las razas laboriosas, la reprobación del mercado negro (que, según dicta la historia, será negro en tanto no pueda ser libre) son atávicas respuestas a un mismo pavor. Hay que evitar que la gente realice opciones personales, impedir que su bien ganada hacienda le permita despreciar la burocracia, prohibir que el esfuerzo o el talento distingan los merecimientos. Pero ¿están a salvo del egoísmo aquellos que denuncian el ánimo de lucro o acaso ocultan su verdadero interés bajo una calculada ideología? Y en la respuesta, curiosamente, están de acuerdo Adam Smith y Carlos Marx.

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