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Columna
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Un folio y una tarjeta Visa

El ciego adivinó que el Lazarillo de Tormes estaba comiendo las uvas de tres en tres porque callaba mientras él las tomaba de dos en dos. Desde entonces las prácticas picarescas se han extendido sin distinción de clases y sin barreras. En casa de muchos funcionarios hay folios y enseres de oficina; los metalúrgicos coleccionan piezas de metal y otros artilugios; los sanitarios, gasas y material médico; y los gerentes de las empresas, tarjetas Visa oro y viajes gratuitos. Los obispos, por su parte, habitan en un lujo de palacios y obras de arte tan extremo y excelso que creen vivir en un mundo ajeno al valor del dinero.

La diferencia de gasto entre el paquete de folios y la tarjeta Visa es abismal; el concepto sin embargo es el mismo: el desprecio por los bienes públicos y el aprovechamiento personal de lo que pertenece a la comunidad. Es tremendamente injusto tildar de casta política a todas aquellas personas que ejercen la representación pública, pero es también injusto defenderla en su conjunto, no ser conscientes de sus defectos y no atajar los abusos de poder que se producen.

En el mundo de la política y sus contornos, el problema no son las retribuciones sino los gastos extraordinarios, las duplicidades de puestos, el absentismo laboral y la falta de dedicación.

A principios del pasado siglo supuso una conquista el hecho de que se retribuyeran los cargos públicos con el fin de evitar que sólo los ricos pudieran acceder a ellos, así como alejar a las instituciones de los intereses privados. Un siglo después, la dedicación completa de los parlamentarios es pura ficción. Gran parte de ellos simultanean actividades privadas y públicas mientras otros ejercen -o aparentan ejercer- varios cargos públicos a la vez. Los líderes políticos y un reducido grupo de parlamentarios trabajan en exceso bajo la pulsión de un ego en expansión y de una política espectáculo que, como los cómicos antiguos, ofrecen todos los días sesiones dobles y triples. Otro grupo numeroso y poco conocido -fundamentalmente mujeres- se esfuerzan por mantener el trabajo en las comisiones y se devanan los sesos con las leyes mientras que un tercio de la tropa acude casi de visita al Parlamento. A los primeros les vendría bien tener tiempo para pensar, a los segundos un reconocimiento real y a los demás un ultimátum sobre su dedicación.

Es verdad que el Parlamento de Andalucía fue el primero en publicar íntegramente sus retribuciones así como el patrimonio y dedicación de cada uno de sus miembros, pero ha fracasado -aunque ningún presidente o presidenta del Parlamento lo reconozca- en imponer un sistema real de control de ausencias y de incompatibilidades efectivas, fundamentalmente por la presión del grupo popular, en el que casi una treintena de diputados compatibilizan la actividad parlamentaria con alcaldías o concejalías de ciudades importantes.

Pero donde resulta absolutamente urgente establecer un severo control es en las empresas, instituciones y organismos dependientes de la Junta de Andalucía. No todas son iguales pero, en general, prima la idea de que sus altos cargos no tienen por qué asistir al trabajo más de dos días a la semana, ni rendir cuentas, ni publicar sus retribuciones que duplican en ocasiones las de la Administración autonómica. Se han resistido con ardor a los procedimientos que estableció la Consejería de Economía para controlar sus ingresos y han creado indemnizaciones, dietas de viajes, tarjetas de gasto y otras prebendas igualmente golosas. El hecho de que la Cámara de Cuentas de Andalucía -que debería dar ejemplo de control y austeridad- haya incurrido también en alguna de estas prácticas nos produce desaliento y nos indica que es urgente romper ese maleficio, esa inmensa tela de araña que va del puñado de folios a la tarjeta Visa con cargo al contribuyente.

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