La danza imposible
Suele decirse de ciertos adversarios que están condenados a entenderse. Y quizás eso podría definir las relaciones entre el lehendakari López y el burukide Urkullu, entre el Gobierno socialista y la oposición nacionalista. Tras la reciente reunión de ambos dirigentes se confirma que nadie está por la labor de prodigar un gesto amable: el PNV y el PSE sostienen, habida cuenta del contexto político, un amor imposible.
Hay dos circunstancias que demandan de ambos partidos mayor entendimiento: que son piezas básicas del escenario y que la mayoría social se lo reclama. Pero otras dos circunstancias inhiben ese impulso: que el PSE tiene al PP como socio preferente y que, si la sintonía entre nacionalistas y socialistas traspasara cierto límite, la lógica llevaría a cuestionar la actual Lehendakaritza. En efecto, si el PNV se convirtiera en un soporte de facto del nuevo Gobierno, la deriva hacia la vieja fórmula PNV-PSE, con presidencia nacionalista, empezaría a tomar forma, y eso es algo que el PSE no se puede permitir.
De modo que ambos se quieren (si es que en política el verbo es tolerable), pero no pueden quererse demasiado. Fuerzas centrífugas condicionan un acuerdo serio entre el PNV y el PSE. Ambos lo saben, y por eso mantienen un difícil equilibrio: la sociedad vasca y el sentido común demandan de los dos grandes partidos un mayor entendimiento, pero la vulnerabilidad de un PSE que precisa del Partido Popular para seguir en Ajuria Enea impide cualquier acercamiento al PNV, más allá del fotográfico.
En esta extraña danza, el PSE mantiene alguna ventaja, ya que el ejercicio del poder siempre permite al que lo ostenta cierta generosidad, bien comprendida entre sus partidarios, mientras que en el partido de la oposición sólo se entiende, entre los suyos, como una claudicación. Añádase a ello que al PNV le está costando encontrar su sitio, porque debe hacer una contundente oposición, pero sin caer en la crítica histérica e irritada. Sus militantes le exigen al PNV dar mucha caña, pero la mayoría social lo que le exige es mucha formalidad. Se trata, por tanto, de una danza difícil, o quizás imposible.
El PNV sólo podría contrarrestar su desventaja con la temprana exhibición de un candidato a lehendakari. De ese modo, el timbre institucional de Patxi López contaría, a efectos políticos y escenográficos, con un contrapeso real. Pero esta necesidad, tan apremiante para el nacionalismo, resulta hoy imposible de satisfacer, en primer lugar por la incomodidad que muestra su estructura, tradicionalmente bicéfala, para vivir sin un lehendakari afecto, y en segundo lugar porque en la trastienda del partido las espadas siguen en alto y abordar ahora la elección de un candidato seria tentar al diablo. ¿Qué hacer, entonces? Quizás aprender algunos pasos de baile, porque la danza continúa. Y va a ser larga.
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