El término más complejo del Estatut
Se han dado muchos significados a la palabra nación, pero si se la identifica con la posesión de una lengua, la Cataluña bilingüe sólo es una nación a medias. De ahí deriva la presión para que se 'normalice' el catalán
En efecto, el término "nación" tiene diferentes significados, obviedad que en cierta ocasión manifestó José Luis Rodríguez Zapatero, escandalizando a no pocos. En el actual litigio sobre si Cataluña es una nación tenemos que considerar al menos tres acepciones. El vocablo latino natio, nacimiento, en sentido figurado significa también el conjunto de personas que tienen un origen común. En las universidades medievales los estudiantes se clasifican por "naciones" y nada de particular tiene que los clásicos, desde Cervantes a Calderón de la Barca, se refiriesen a la "nación catalana". La identidad residía en la religión -judíos, moros y cristianos- y ya en el Reino de Aragón el bilingüismo era una realidad plena, sin que surgiese problema alguno.
Sería catastrófico que la enseñanza se bifurcara según la lengua y los padres tuvieran que elegir
En ciertos ámbitos, como la prensa y el libro, el castellano sigue manteniendo el dominio
El concepto moderno de nación surge del binomio Estado-sociedad que diferencia dos elementos que hasta el Renacimiento permanecían unidos en un sólo término, polis, societas, república. Por un lado, el Estado monopoliza un poder absoluto (ab-solutum, desprendido, autónomo de cualquier otro poder, espiritual o temporal, que Bodino llama soberanía) y, por otro, la sociedad civil se define, bien por haber sido despojada de cualquier poder propio (Hobbes), bien por mantener un fondo de poder, vinculado a la propiedad y la familia, que el Estado nace justamente para proteger (Locke).
A partir de este binomio, un primer concepto de nación procede de trasladar la soberanía del monarca a la "nación", es decir, al conjunto de la sociedad civil, de modo que los súbditos se conviertan en ciudadanos. La soberanía reside en la nación, es decir, en el conjunto de la ciudadanía de la que emanan todos los poderes del Estado.
En cambio, en una Alemania, políticamente atrasada, tanto por estar fraccionada en multitud de entidades políticas, como por detentar la soberanía el monarca con el título de rey, príncipe, duque, o el que fuere, el concepto de nación de la Revolución Francesa resulta inalcanzable. En esta coyuntura los alemanes inventan un nuevo concepto de nación, que tal vez convenga llamar romántico, como revolucionario al francés, y que tiene en Herder su más cabal representante.
Como reacción al cosmopolitismo de la Ilustración, Herder define la nación como el sentimiento de pertenecer a un pueblo, en sí mismo diferenciado de todos los demás, en primer lugar, por la lengua que, junto a la religión y al derecho, productos de una historia común, marcan sus rasgos más profundos.
Es bien sabido que la idea de nación que cunde en Cataluña desde finales del siglo XIX es la herderiana. En La nacionalitat catalana (1906), Enric Prat de la Riba escribe "Cataluña tenía lengua, derecho, arte propios; tenía un espíritu nacional, un carácter nacional, un pensamiento nacional: Cataluña era, pues una Nación". Y poco más adelante enlaza este hecho con "la tendencia de cada Nación a tener un Estado propio que traduzca su criterio, su sentimiento, su voluntad colectiva; la anormalidad morbosa de vivir sujeta al Estado, organizado, inspirado, dirigido por otra Nación; el derecho de cada Nación a constituirse en Estado" (traducción de Antonio Royo Villanova, 1927). Como indica el título del libro citado, en Cataluña los conceptos de nación y de nacionalidad eran, y para muchos continúan siendo, intercambiables. Es la Constitución de 1978 la que distingue entre nación, nacionalidad y región.
Estas dos ideas -aunque más la de constituir una nación, que la de necesitar un Estado propio- están asentadas en una buena parte de los catalanes, sólidamente al menos en su clase política, y han impregnado de manera clara el Estatut aprobado por el Parlamento catalán, sin haber desaparecido por completo del que pulieron las Cortes españolas y luego se ratificó en referéndum.
Las diferentes interpretaciones provienen de los dos conceptos de nación que se manejan. La nación entendida en el sentido herderiano como un sentimiento de pertenencia a un pueblo, con una lengua y una cultura propias, producto de una historia común, aun podría encajar en la Constitución; pero el concepto revolucionario francés de nación como "soberanía popular" difícilmente parece compatible con el artículo 1, párrafo 2, y el artículo 2, que preceptúan un Estado, ni federal ni confederal, sino claramente unitario, que incluso mantiene la provincia como su estructura territorial básica, a la vez que prescribe la "nación española", como la única fuente de la soberanía.
Sobre un solo Estado y una sola nación la Constitución establece las Comunidades Autónomas, como el instrumento idóneo para llevar a cabo la descentralización. El modelo que prescribe la Constitución es un Estado unitario descentralizado.
Lo más grave y peliagudo es que el término de "nación catalana" no constituye tan sólo un problema de encaje jurídico-constitucional -un derecho vivo ha de encontrar siempre la forma de adaptarse a la realidad, y no a la inversa-, sino que la idea herderiana de nación, basada en la posesión de una lengua propia, a la que se remiten los catalanes desde el siglo XIX, no se ajusta a la realidad. Si la nación se identifica por la posesión de una lengua, la Cataluña bilingüe es una nación a medias, al compartir territorio con otra nación, que tiene como lengua materna otra lengua, aunque conozca y se desenvuelva también en catalán.
La idea herderiana de nación se basa en que cada pueblo tiene una lengua propia que expresa su forma de ser. Medida con este criterio Cataluña, más que una nación, es el afán de llegar a ser una nación -en construir la nación consiste el empeño básico del catalanismo- que lo conseguiría el día en que toda la población tenga el catalán como primera lengua materna, y no sólo vehicular, a la que se añaden las otras lenguas de uso, el castellano y el inglés.
La cuestión de la lengua es así la cuestión central del nacionalismo catalán en la que no puede admitir retrocesos. Todos los habitantes de Cataluña tienen el deber de dominarlo, la Administración comunica con el público sólo en catalán y la enseñanza desde el jardín de infancia hasta la universidad se hace en catalán. Cataluña será una nación plena cuando tenga una sola lengua con la que se identifiquen todos sus habitantes, aunque se mantengan otras lenguas de uso y comunicación.
Pero por alta que haya sido la presión lingüística bajo el manto de la normalización, y ha ido en aumento, los resultados son bien mediocres. Cataluña sigue dividida en dos comunidades lingüísticas, la castellano y la catalanoparlante.
Si se toma en serio a Herder, Cataluña no sería una nación, sino dos. Si es cierto que hasta ahora conviven pacíficamente, la existencia de dos "naciones" plantea cada vez más problemas a dos minorías, que lo son todavía, pero que crecen con rapidez. La una pretende que se respete el castellano como lengua oficial, sobre todo en la Administración y la enseñanza; pero nada tendría consecuencias más catastróficas que se bifurcase la enseñanza en escuelas catalanas y castellanas para que los padres pudieran elegir. La otra se enfurece cada vez más porque, pese a más de 30 años de "normalización lingüística", en ciertos ámbitos, como son la prensa y el libro -se venden tres en castellano por cada uno en catalán- el castellano sigue siendo la lengua dominante.
Más grave aún, una buena parte de la población inmigrante, pese a residir largos decenios en Cataluña y dominar el catalán sigue identificándose como aragonesa, gallega, extremeña o andaluza.
Ignacio Sotelo es catedrático de Sociología en excedencia.
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