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Columna
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Cine y manipulación

No es necesario haber leído el magistral ensayo de Victor Klemperer La lengua del Tercer Reich para constatar la capacidad que las palabras tienen de fabricar realidad o de tergiversarla. Cuando la tergiversación se produce en el espacio público, en el terreno de la política ampliamente entendida, constituye una de las prácticas más perversas que darse puedan. Un ejemplo: que la dictadura comunista impuesta a partir de 1949 en la zona de ocupación soviética de Alemania se autodenominase República Democrática Alemana resultaba incluso más indecente que la labor represiva de la Stasi para sostener dicho régimen.

Salvadas todas las distancias, el conflicto en curso entre los exhibidores cinematográficos y la Generalitat está dando lugar a una pequeña pero inquietante subversión del lenguaje, a una ostensible manipulación de conceptos. Ejemplo de ello fue el describir la suspensión de actividad de muchas salas de cine, el pasado lunes, como una "huelga". Huelga, aquí y en Turkmenistán, es cuando los asalariados de un sector o empresa dejan de trabajar como medida de presión para preservar o mejorar su nómina o sus condiciones laborales, y no creo que ni los hermanos Balañá ni el señor Camilo Tarrazón sean asalariados. Lo que ocurrió en Cataluña el 1 de febrero fue un cierre patronal o, para decirlo con la terminología clásica, un lock out. Pero, dado lo antipático del concepto tanto en inglés como en castellano, se jugó a llamarlo "huelga", como si la protesta contra la ley del cine catalán surgiese espontánea, sin presión alguna, de las taquilleras o los vendedores de palomitas. Eso, por no hablar del papel inductor de las majors de Hollywood, proletariado puro, como todo el mundo sabe...

Lo que ocurrió el pasado 1 de febrero fue un cierre patronal o, para decirlo con la terminología clásica, un 'lock out'

Más flagrante aún, y mucho más grave, es el uso torticero de la palabra imposición. La proyectada ley promueve la imposición del catalán en el doblaje cinematográfico, claman los empresarios del ramo y corean los previsibles palmeros mediáticos. Vamos a ver: según todas las fuentes fiables, más del 40% de los habitantes de este país declaran tener el catalán como primera lengua, pero las películas dobladas o subtituladas en dicho idioma no alcanzan el 3% del total. Así las cosas, ¿dónde está la imposición? ¿No es más bien el castellano la lengua impuesta desde hace décadas en las salas de cine por la implacable dictadura de ciertos intereses empresariales? Sólo una aguda alucinación o un alarde de cinismo explican que, con los filmes en catalán ocupando el 2,9% de la cartelera, la caverna periodística sea capaz de editorializar que el proyecto de ley del consejero Tresserras es ejemplo de "soluciones extremistas a favor de un futuro monopolio del catalán".

La tercera palabra clave de este juego de engaños es demanda: el consumo actual de cine en catalán es del 3% porque no hay mayor demanda, asegura el Gremio de Empresarios de Cine de Cataluña. ¡Qué curioso! O sea que, después de tres décadas largas de autonomía, y de varios lustros de escolarización en catalán, y de dos leyes de política lingüística, etcétera, ¿la demanda de filmes en la lengua propia de este país permanece más o menos al nivel de 1977, cuando acudíamos en romería militante a ver La ciutat cremada, de Antoni Ribas? ¿Qué extraño fenómeno de diglosia selectiva hace que, mientras la lectura de libros en catalán, la audición de radio en catalán, las audiencias de televisión en catalán han crecido fuertemente, el número de personas deseosas de ir a ver cine en catalán se mantenga residual, como a la salida del franquismo? ¿No será más bien lo escuálido de la oferta aquello que sofoca la demanda?

En pleno acuerdo con el editorial de EL PAÍS del martes, también yo creo que este conflicto sólo puede resolverse con flexibilidad y diálogo. Pero, para que el diálogo sea fructífero, o meramente posible, una de las partes debería renunciar a las palabras falaces y a los argumentos tramposos.

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