Dependientes, ancianos y políticos sin alma
Envejecer puede ser, además de irremediable, una pequeña faena de la vida. Envejecer y ser dependiente en España es, sencillamente, una condena que nos aleja del primer mundo al que supuestamente pertenecemos. Nuestro sistema político, con un nivel de protección social muy por debajo de nuestros socios europeos y una pensión media de jubilación de 874 euros que también nos sitúa a la cola, sentencia a la mayoría de nuestros mayores y a sus familias a vivir la última etapa de su existencia como un desesperante calvario.
Los datos son dramáticos: 250.000 personas y, por tanto, 250.000 familias esperan a día de hoy angustiadas a que su comunidad autónoma correspondiente, en caso de que haya tenido a bien responder a sus requerimientos, les otorgue la ayuda a la que, por ley, tienen derecho. La mayoría de los grandes dependientes son ancianos que en muchas ocasiones morirán antes de ser atendidos. El último estudio de la Asociación Estatal de Directoras [no es una errata; es el nombre de la organización en un sector fuertemente feminizado] y Gerentes de Servicios Sociales asegura que la media de espera para lograr ese apoyo estatal tarda entre 12 y 18 meses durante los cuales los ciudadanos están obligados a enredarse en torturantes trámites burocráticos.
Las ayudas a la dependencia o no llegan o se adjudican demasiado tarde
La sanidad pública no asume el tratamiento de nuestros grandes dependientes; personas con sus capacidades mentales y físicas mermadas por complicaciones de salud acumuladas en el tiempo. Sus allegados deben hacer malabares en este país para atender a su profesión, a sus hijos y a su vida social mientras cuidan a un mayor que, en ocasiones, necesita ayuda durante las 24 horas del día. Son familias a las que sólo libera la muerte del ser querido. Ésa es la irritante realidad.
Los centros públicos, ya sean residencias o centros de día, administrados por ayuntamientos y comunidades autónomas, suelen estar completos y, además, sólo son accesibles para las rentas más bajas. A los centros privados sólo pueden optar los más pudientes. El resultado es que la mayoría de las familias de este país añaden al dolor de la enfermedad y la pérdida la irritación y la impotencia frente a unos poderes públicos que no ponen el más mínimo interés por aplicar la ley (la de Dependencia) y administrar correctamente los fondos públicos que esos mismos ciudadanos maltratados generan con su esfuerzo y sus impuestos.
Hay pocas comunidades autónomas que hayan desarrollado tan importante ley con la celeridad que merece. Es verdad que la aplicación de la ley requiere estructuras y personal antes inexistentes, pero la enorme disparidad entre unas comunidades autónomas y otras pone de manifiesto que son otros los obstáculos. Hay comunidades en las que los procesos y la cobertura está más avanzada. Son los casos de Andalucía, La Rioja, Castilla y León o Navarra. Otras están regidas por políticos que prefieren ocuparse de otras cosas más importantes, como las bondades de instaurar la cadena perpetua o la visita del Papa a precio de oro.
Deberíamos grabarnos los nombres de algunos de los más desalmados en este terreno: Esperanza Aguirre, Francisco Camps, Ramón Luis Valcárcel, Paulino Rivero Baute... No son nombres elegidos al azar o en función de las afinidades políticas. Son los presidentes de las cuatro comunidades autónomas con un menor índice de población atendida y una gestión escandalosa que obliga a las familias a hacer papeleos aun más allá del año y medio. Esta misma semana, todas se han comprometido a reducir los plazos a seis meses. Sólo el tiempo dirá si se cumple el compromiso.
Tres años después de la entrada en vigor de la Ley de Dependencia, estos señores, que no tolerarían un solo día de sus vidas sin su coche oficial, siguen poniendo palos en las ruedas de esta norma tan crucial para tantos ciudadanos. Nos escandaliza que en Estados Unidos haya más de 40 millones de personas sin seguro médico alguno. Aquí somos 46 millones de habitantes con el riesgo potencial en un futuro más o menos próximo de ser abandonados a nuestra suerte cuando más lo necesitemos.
El gasto adicional de la Ley de Dependencia lo sufragan al 50% las comunidades autónomas y la Administración central. Es una debilidad de origen, dado que está sujeta a la confrontación y los cálculos electorales de políticos que olvidan que su mandato fundamental consiste en administrar correctamente los fondos públicos que los ciudadanos les han confiado.
Hay en Madrid un centro privado donde intentar la rehabilitación de una persona paralizada por un accidente cardiovascular cuesta 3.200 euros al mes. Los hay más caros y hay algunos (pocos) más baratos. Algunas familias, al cabo de los meses, se llevan al enfermo a casa huyendo de la ruina, aun sabiendo que eso supondrá una tragedia para sus propias vidas. En el vestíbulo del centro hay una placa con el nombre de Esperanza Aguirre y la credencial de calidad de la Comunidad de Madrid. Algunos familiares preguntan si eso significa que podrán obtener alguna ayuda pública por insignificante que sea. La respuesta es no. No hay apoyo público; es que la señora Aguirre fue allí un día a cortar la cinta y dejar inaugurado el lugar.
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