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Columna
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Bajo sospecha

Han pasado muchos años pero me acuerdo perfectamente del diálogo que mantenían Tip y Coll, en uno de aquellos gags suyos, de antología. Se trataba de volar a América: "Pero ese viaje nos va a salir muy caro. Que no; porque no nos tomamos nada en la cafetería de Barajas. Ah, bueno, entonces sí". Y recuerdo ahora esta escena porque, en su aguda inversión de lo principal y lo accesorio, me parece de total actualidad. Hoy, en los aeropuertos, volar se ha vuelto lo de menos, lo accesorio. Lo principal, el auténtico viaje se produce antes de subirse al avión, en toda una sucesión de trámites y brusquedades que te dirigen, te obligan a sacar y a mostrar, te medio desvisten, te descalzan, te desplazan de aquí para allá, como si buscaran deslocalizarte de alguna de las nociones que tienes de ti mismo. Y es en esto último donde creo que reside la clave del asunto.

Y es que los tiempos que nos está tocando vivir pueden representarse como en las escenas patas arriba de Tip y Coll: antes lo normal era que al pasajero le diera miedo el vuelo; hoy es al vuelo al que le da miedo el pasajero. Y quien dice al vuelo, dice también a los bancos, a los edificios públicos, a los museos, a las grandes tiendas o a las mismísimas calles, que tienen miedo de la gente corriente y se pertrechan de cámaras, detectores, alarmas, dispositivos cada vez más sofisticados. Hoy, el ciudadano de a pie va por ahí (cuando entra en un banco a depositar dinero o a unos almacenes a lo propio o a una sala de exposiciones a lo natural o cuando se va de vacaciones aéreas), al parecer, metiendo miedo. Y por eso se le vigila y se le hace pasar por detectores (incluso en las bibliotecas cuando sale, es un decir, con un Quijote debajo del brazo), y se le monitoriza y se le filma; como si cada uno encerrara dentro de sí un ogro dispuesto a armarla en cualquier momento.

La última moda en vigilancia son los escáners que se van a instalar en los aeropuertos, supuestamente para garantizar nuestra seguridad, para tranquilizarnos. Y para tranquilizarnos se nos dice también que, a pesar de que nos van a rastrear de arriba abajo, nuestra intimidad va a estar preservada, salvaguardada. A mí no es la intimidad lo que más me preocupa en este caso (las imágenes pueden ser hechas y después destruidas con garantías); lo que más me inquieta es lo que esas máquinas, que van a desnudarte no sólo sistemática sino rutinariamente, suponen de renuncia al principio de presunción de inocencia; o de instauración normalizada del principio de presunción de culpabilidad, de consolidación banalizada de la idea de que todos debemos quedar bajo sospecha, pasar por el aro del recelo, por nuestro bien y por si acaso. Frente al riesgo que supone vivir en un mundo que renuncia o no defiende la inocencia supuesta, la confianza previa, que acepta sumirse en la sospecha total, el riesgo de volar sin escáner me parece menos, mucho menos, que una menudencia.

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