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Columna
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Universitaria y, sin embargo, maltratada

En CosmoCaixa de Barcelona se puede visitar una exposición sobre drogas que debería ser obligatoria para adolescentes y quienes los educan. En una de sus salas, un audiovisual revela los tópicos que manejamos: a menudo, las personas alcohólicas o cocainómanas no son el tipo de cresta azul o la chica con tatuajes, sino el hombre con corbata o la mujer con el collar de perlas.

Respecto a la violencia de género, se dan tópicos parecidos. Aunque hasta el 10% de las víctimas son universitarias, muchos jueces y fiscales son reacios a dar crédito a los malos tratos que refieren, pues sólo son capaces de asociarlos con un bajo nivel de formación y escaso poder adquisitivo.

Esos profesionales que ponen en duda el maltrato cuando la mujer tiene formación e independencia económica ignoran que, en estos casos, la violencia es más una coacción moral que una acción basada en la fuerza física. Es un tipo de violencia, llamada también acoso moral, que ha sido usada desde el neolítico para esclavizar a individuos o a grupos.

A los jueces les parece raro que una mujer arquitecta y con recursos económicos se deje llevar hasta una situación de anulación total

Explica Gerda Lerner en su libro La Creación del patriarcado que la humanidad pronto comprendió que, para someter a otros seres humanos, no hacían falta las armas ni la fuerza, sino que era suficiente con usar la violencia psicológica, cuyos recursos son el lenguaje verbal y el no verbal.

Orlando Patterson, en su libro Esclavitud y muerte social, coincidiendo con Lerner, dice: "Al experimentar con la esclavitud de mujeres y criaturas, los hombres aprendieron que todos los seres humanos tienen la capacidad de tolerarla y desarrollaron técnicas que les permitieron transformar su absoluta dominación en una institución social".

Es fácil entender a qué se refieren Lerner y Patterson si pensamos en un campo de algodón del sureste americano en el siglo XVII en el que un nutrido grupo de varones y mujeres negros trabajan la tierra con herramientas susceptibles de ser utilizadas como armas, y que, sin embargo, no osan revelarse contra sus dueños, cuyo número es claramente inferior. Esos esclavos habían asumido su condición porque habían sido reducidos a la nada mediante la violencia psicológica.

En su libro, Patterson señala tres maniobras para reducir la resistencia de las personas a quienes se pretendía esclavizar. La primera consistía en desarraigar a las personas, es decir, privarlas de los vínculos afectivos que les eran propios, de modo que se sintieran extranjeras en el nuevo medio. La segunda se centraba en tratar a las personas como objetos, privándolas de su humanidad, para que perdieran el respeto por ellas mismas. Y la tercera maniobra se basaba en atar el esclavo a su amo con un vínculo de una sola dirección, de forma que no pudiera contar ni con un arbitraje superior ni con una relación de igualdad respecto a la otra parte.

Quienes hayan estudiado de cerca la violencia de género habrán identificado perfectamente las tres maniobras de Patterson. La primera, el aislamiento: "querida, si me quisieras no te irías al cine con tus amigas; tu madre es una mala influencia; tus hermanas no me gustan". La segunda, la desvalorización y el ninguneo: "estás muy gorda; no sabes ni freír un trozo de carne; tú cállate, que no tienes ni idea". Y la tercera, no permitir ningún juicio exterior sobre lo que ocurre dentro de la pareja: "lo que pasa entre tú y yo no es incumbencia de nadie más".

A los jueces les parece raro que una mujer arquitecta y con recursos económicos se deje llevar hasta una situación de anulación total. Tan raro y, a la vez tan parecido, a lo que cuentan algunos represaliados de dictaduras militares, cuyos carceleros conseguían convencerlos de que la verdad estaba de su lado de la reja. O los prisioneros de los campos de concentración, degradados a partir del momento en que les afeitaban la cabeza y les imponían un número que borraba su verdadero nombre. O quienes caen en las redes de las sectas. Y en ningún caso importa si la víctima es universitaria o analfabeta.

Tampoco en el caso de la violencia de género debería importar.

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