Los hombres que miraban a las cabras
El libro, editado por Ediciones B, del que se reproducen a continuación diversos extractos, ha dado paso a la película del mismo nombre protagonizada por George Clooney
Esta es una historia real. Corre el verano de 1983. El general de división Albert Stubblebine III está sentado al escritorio de su despacho en Arlington, Virginia, contemplando la pared, en la que están colgadas sus numerosas condecoraciones militares, que testimonian una carrera larga y distinguida. Es el jefe del servicio de inteligencia de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, y tiene a 16.000 soldados bajo su mando. Controla las secciones de inteligencia de señales, fotográfica y técnica del Ejército, así como sus numerosas unidades encubiertas de contraespionaje y sus unidades secretas de espionaje militar repartidas por todo el mundo. También estaría al cargo de los interrogatorios a los prisioneros de guerra, de no ser porque estamos en 1983 y la guerra que se está librando es fría, no caliente.
El general Stubblebine cree que la capacidad de atravesar objetos será algún día un arma de los servicios de inteligencia
Corría el rumor de que en la década de los setenta Uri Geller había sido un espía psíquico del servicio de inteligencia de EE UU
Su vista pasa de las condecoraciones a la pared en sí. Hay algo que se considera obligado a hacer, aunque la mera idea lo asusta. Piensa en la decisión que debe tomar. Puede quedarse en su despacho o entrar en el contiguo (...).
Su trabajo consiste en estudiar la información secreta obtenida por sus soldados y comunicar sus conclusiones al subdirector de la CIA y al jefe del Estado Mayor del Ejército, quien a su vez debe transmitirlas a la Casa Blanca. Da órdenes a soldados destinados en Panamá, Japón, Hawai y diversos países de Europa. Dadas sus enormes responsabilidades, él sabe que debería tener a su lado a su hombre de confianza por si algo sale mal durante su viaje al despacho contiguo.
Aun así, no manda llamar a su ayudante, el suboficial mayor George Howell. Ha decidido que esto es algo que debe hacer solo.
"¿Estoy listo?", se pregunta. "Sí, estoy listo".
Se pone de pie, sale de detrás de su escritorio y empieza a caminar.
"Después de todo", piensa, "¿de qué está hecho principalmente el átomo? ¡De espacio vacío!".
Acelera el paso.
"¿De qué estoy yo hecho, sobre todo?", se dice. "¡De átomos!".
Ahora casi está trotando.
"¿De qué está hecha principalmente la pared?", se pregunta. "¡De átomos! Lo único que tengo que hacer es fusionar los espacios. La pared es una ilusión. ¿Qué es el destino? ¿Estoy destinado a quedarme en esta habitación? ¡Ja, de eso nada!".
Entonces el general Stubblebine se da de narices contra la pared de su despacho.
"Maldición", piensa.
El general Stubblebine se siente frustrado por el fracaso de todos sus intentos de atravesar la pared. ¿Qué problema tiene que le impide conseguirlo? Quizá su lista de asuntos pendientes es demasiado larga para alcanzar el grado de concentración necesario. No le cabe la menor duda de que la capacidad de atravesar objetos llegará a ser algún día un arma habitual en el arsenal de los servicios de inteligencia. Y cuando eso ocurra, bueno..., ¿es demasiado ingenuo suponer que nos encontraremos en los albores de un mundo libre de guerras? ¿Quién sería tan gilipollas como para enfrentarse a un ejército capaz de hacer eso? El general Stubblebine, como muchos de sus coetáneos, sigue profundamente afectado por sus recuerdos de Vietnam.
Esos poderes son alcanzables; la única pregunta es ¿quién puede alcanzarlos? ¿Qué militares están preparados para lograr algo así? ¿Qué sección del Ejército está entrenada para desarrollar al máximo sus capacidades físicas y mentales?
Y entonces la respuesta le viene a la mente.
"¡Las Fuerzas Especiales!".
Es por eso por lo que, a finales del verano de 1983, el general Stubblebine vuela a Fort Bragg, en Carolina del Norte.
Fort Bragg es enorme; una ciudad custodiada por soldados armados, con un centro comercial, un cine, restaurantes, campos de golf, hoteles, piscinas, centros de equitación y viviendas para 45.000 militares y sus familias (...).
Una vez en el centro de mando de las Fuerzas Especiales, el general decide empezar su exposición de forma sutil.
"He venido hasta aquí porque tengo una idea", anuncia. Los oficiales de las Fuerzas Especiales asienten con la cabeza, y él prosigue: "Si tenéis una unidad que opera lejos de la protección de las demás, ¿qué ocurre si alguien sufre algún daño?", pregunta. "¿Qué pasa si alguien resulta herido? ¿Cómo se afronta esta situación?". Pasea la vista por los semblantes perplejos de la sala. "¡Con la sanación psíquica!", exclama.
Se impone el silencio.
"De lo que estamos hablando es de esto", continúa el general, apuntándose a la cabeza con el dedo. "Si utilizas la mente para sanar, es probable que tú y tu equipo podáis salir vivos e ilesos, sin tener que dejar a nadie atrás". Hace una pausa y añade: "¡Se puede proteger la estructura de la unidad por medio de los toques terapéuticos con y sin contacto!".
Los oficiales de las Fuerzas Especiales no parecen especialmente interesados en la sanación psíquica (...).
El general Stubblebine revuelve en su bolsa y, con ademán de ilusionista, saca unos cubiertos doblados.
"¿Qué les parecería ser capaces de hacer esto?", pregunta el general Stubblebine. "¿Estarían interesados?".
Se impone el silencio.
El general Stubblebine nota que ha empezado a tartamudear ligeramente. "Me miran como si estuviera chiflado", piensa. "No estoy presentando esto de forma correcta".
Echa un vistazo ansioso al reloj.
"¡Hablemos del tiempo!", dice. "¿Qué pasaría si el tiempo no fuera un instante, si el tiempo tuviera un eje X, un eje Y y un eje Z? ¿Y si el tiempo no fuera un punto, sino un espacio? ¡En un momento determinado podríamos estar en cualquier parte de ese espacio! El espacio ¿está confinado al techo de esta habitación, o mide treinta millones de kilómetros?". El general suelta una carcajada. "¡A los físicos les chifla cuando digo esto!".
Silencio. Vuelve a intentarlo.
"¡Animales!", exclama el general Stubblebine.
Los oficiales de las Fuerzas Especiales intercambian miradas.
"Hacer que el corazón de un animal deje de latir", prosigue. "Hacer que le reviente el corazón. Ésta es la idea en la que estoy trabajando. Ustedes tienen acceso a animales, ¿verdad?".
"Pues...", titubean los de las Fuerzas Especiales, "la verdad es que no".
El viaje del general Stubblebine a Fort Bragg fue un desastre. Todavía se ruboriza cuando piensa en ello. Acabó por acogerse a la jubilación anticipada en 1984. En la actualidad, el dossier de prensa que resume la historia oficial de la inteligencia militar pasa de puntillas por el periodo de Stubblebine, 1981-1984, casi como si no hubiera existido (...).
Lo que el general no sabía -pues las Fuerzas Especiales no se lo habían revelado- era que, en realidad, sus ideas les habían parecido excelentes. De hecho, cuando él les expuso su plan para reventar clandestinamente corazones de animales y ellos le replicaron que no tenían acceso a animales, le estaban ocultando que había cien cabras en un cobertizo a unos pocos metros de allí (...).
Fue Uri Geller quien me proporcionó la pista que me llevaría hasta las cabras. Me reuní con él en la terraza de la azotea de un restaurante céntrico de Londres a principios de octubre de 2001, cuando la guerra contra el terrorismo llevaba menos de un mes en marcha. Hacía tiempo que corría el rumor (propagado, todo hay que decirlo, por el propio Uri) de que en los primeros años de la década de 1970 él había sido un espía psíquico que trabajaba en secreto para el servicio de inteligencia de Estados Unidos. Mucha gente ha puesto en duda esta historia; el Sunday Times la calificó de "afirmación inverosímil", alegando que Uri Geller estaba pirado, y en cambio los responsables del servicio secreto no. A mi modo de ver, la verdad está en una de las siguientes cuatro posibilidades:
1. Sencillamente nada de eso ocurrió.
2. Un par de renegados locos de las altas esferas de la comunidad de inteligencia de Estados Unidos contrató a Uri Geller.
3. El servicio de inteligencia de Estados Unidos es depositario de secretos increíbles, que se nos ocultan por nuestro bien; uno de esos secretos es que Uri Geller posee poderes psíquicos que se utilizaron durante la guerra fría. Pero ellos confiaron en que él no andaría por ahí contándoselo a todo el mundo.
4. La comunidad de inteligencia de Estados Unidos estaba en ese entonces como una cabra.
En el restaurante, Uri apenas hablaba. Llevaba unas grandes gafas de espejo envolventes (...).
"Bueno", dije, "empecemos. ¿Cómo llegaste a ser espía psíquico para el Gobierno norteamericano?".
Se produjo un largo silencio.
"No quiero hablar de ello", murmuró Uri (...).
"Uri", dije, "¿qué te pasa? Hablas de ello muy a menudo".
"No, no es cierto", repuso.
"¡Sí que lo es!", insistí (...).
"Nunca hablo de ello", aseguró Uri.
"Le hablaste de ello al Financial Times", señalé. "Declaraste que habías llevado a cabo una intensa labor psíquica para la CIA en México".
(...) Uri acercó su silla a la mía y echó un vistazo en torno a sí.
"Ya no es cosa del pasado".
"¿Perdona?", dije.
"He sido reactivado", afirmó Uri.
"¿Qué?", dije (...).
Uri suspiró.
"Está bien", dijo. "Te contaré sólo una cosa más. El hombre que me ha reactivado...", hizo una pausa y después añadió: "Se llama Ron".
Y eso fue todo. No he vuelto a hablar con Uri desde entonces. No me ha devuelto las llamadas. Se negó a revelar nada más acerca de Ron. ¿Trabajaba Ron para el FBI? ¿Para la CIA, Inteligencia Militar o Seguridad Nacional? ¿Pertenecía Ron al MI5? ¿Al MI6? ¿Desempeñaba Uri Geller un papel en la guerra contra el terrorismo? (...).
Mi peregrinaje en busca de Ron me llevó hasta Hawai, a una casa situada entre Honolulú y Pearl Harbor en la que vivía el brigada retirado -y ex espía psíquico de las Fuerzas Especiales- Glenn Wheaton. Glenn era un hombretón con cabello rojo abundante pero muy corto y un bigote en forma de manillar característico de los veteranos de Vietnam. Mi plan era hacerle preguntas sobre su época de espía psíquico y luego tocar de refilón el tema de Ron, pero desde el momento en que me senté, la conversación tomó un rumbo totalmente inesperado.
Glenn se inclinó hacia delante en su silla.
"Usted ha ido de la puerta principal a la puerta trasera. ¿Cuántas sillas hay en mi casa?".
Hubo un silencio.
"Seguro que no puede decirme cuántas sillas hay en mi casa", insistió Glenn.
Empecé a mirar en derredor.
"Un supersoldado no tendría que mirar", aseguró. "Lo sabría sin más".
"¿Un supersoldado?", pregunté.
"Un supersoldado", dijo Glenn. Un guerrero Jedi. Él sabría dónde están todas las lámparas y todos los enchufes. La mayoría de las personas son muy poco observadoras. No tienen la menor idea de lo que pasa alrededor de ellas.
"¿Qué es un guerrero Jedi?", quise saber.
"Tiene a uno delante", respondió Glenn.
Me contó que a mediados de los ochenta, las Fuerzas Especiales planificaron un programa secreto, con el nombre en clave de Proyecto Jedi, a fin de crear supersoldados, es decir, soldados con superpoderes. Uno de estos poderes era la facultad de entrar en una habitación y ser consciente al instante de cada detalle; ése era el primer nivel.
"¿Cuál era el nivel inmediatamente superior?", pregunté.
"El segundo", contestó, "la intuición. ¿Es posible desarrollar un sistema para tomar decisiones correctas? Alguien se te acerca corriendo y dice: 'Hay una bifurcación en el camino. ¿Hacia dónde hay que ir, hacia la izquierda o hacia la derecha?'. Y entonces tú haces así -Glenn chascó los dedos- y dices: '¡Vayamos por la derecha!".
"¿Y cuál era el nivel siguiente?", inquirí.
"La invisibilidad", dijo Glenn.
"¿La invisibilidad real?".
"Al principio, sí", respondió Glenn, "pero con el tiempo el objetivo pasó a ser encontrar el modo de no ser vistos".
"¿Y por qué medios?", pregunté.
"Al comprender el vínculo entre observación y realidad, aprendes a danzar con la invisibilidad", me explicó Glenn. "Si nadie te está observando, eres invisible. Sólo existes mientras alguien te vea".
"¿O sea que es algo así como el camuflaje?", dije.
"No", suspiró Glenn.
"¿Y a usted se le daba bien la invisibilidad?".
"Bueno", dijo Glenn, "soy pelirrojo de ojos azules, así que la gente tiende a acordarse de mí, pero me apaño. Sigo vivo".
"¿Qué nivel hay por encima del de la invisibilidad?".
"Pues...", titubeó Glenn. Hizo una pausa y a continuación dijo: "Teníamos a un sargento mayor que podía provocarle un paro cardiaco a una cabra".
Se impuso el silencio. Glenn arqueó una ceja.
"Con sólo...", dije.
"Con sólo desear que el corazón de la cabra se parase", dijo Glenn.
"Eso es un salto considerable", comenté.
"Así es", convino Glenn.
"¿Y de verdad hizo que el corazón de la cabra dejara de latir?", inquirí.
"Sí, al menos una vez", contestó Glenn (...).
"¿Dónde ocurrió eso?", quise saber.
"En Fort Bragg", dijo, "en un sitio llamado Goat Lab, laboratorio de cabras" (...).
Las preguntas se me agolpaban en la mente. Por ejemplo, ¿cómo había empezado todo aquello? ¿Las Fuerzas Especiales simplemente le habían robado la idea al general Stubblebine? No era una teoría descabellada, y encajaba en la cronología que yo estaba comenzando a armar. Tal vez las Fuerzas Especiales habían fingido una fría indiferencia ante el plan de reventar corazones de animales expuesto por el general. (...) ¿O fue una simple casualidad? ¿Estaban las Fuerzas Especiales trabajando ya con las cabras sin que el general Stubblebine lo supiera? Yo tenía la sensación de que la respuesta a esta pregunta podía arrojar algo de luz sobre la mentalidad de los militares americanos.
Los hombres que miraban fijamente a las cabras, de Jon Ronson. Ediciones B. Precio: 19,50 euros.
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