EL desnivel de las catástrofes
Llevamos una larga temporada en que los informativos abren con el tiempo. La meteorología es noticia, si nieva porque nieva, si truena porque truena, si caen chuzos de punta por lo mismo. Poner la tele y recibir una avalancha (de nieve) es todo uno. Me comenta un periodista que en la tele, cuando se habla de ventoleras, ventarrones y ventiscas, la audiencia se dispara. Al parecer nos encanta. Que si agua nieve en Markina-Xemein, que si granizo en Arrazua-Ubarrundia. Son denominaciones de poderosa evocación histórica (¿o sólo político-administrativa?), que recaban estos días especial protagonismo: coches atrapados en las cunetas, quitanieves batiendo las autopistas, peones cubriendo de sal las carreteras. Y miles de ojos clavados en la pantalla, asombrados ante el fenómeno, extasiados, fascinados, incrédulos.
¿Incrédulos? Acaso esa es la palabra. Como el calentamiento global avanza y es cuestión de días que acabemos asados a la parrilla, el frío se ha convertido en un asombro. Y no sólo eso, las administraciones utilizan a los medios (muy críticos a veces pero muy mansos tantas otras) con el fin de recrear ciertos fenómenos de los que jamás hubo noticia y que ahora se difunden para aumentar nuestro embeleso: por ejemplo, la lluvia helada (copyright: Gobierno de Navarra) o el hielo negro (derechos reservados: Diputación de Álava).
En verano pasa igual. Cuarenta grados a la sombra. Vuelven las sombrillas, los sofocos, el personal remojando sus extremidades en las fuentes, en los estanques. Y otra vez los noticiarios dando cuenta del escándalo: hace calor y julio está mediado. ¡Habrase visto! Si en invierno los medios nos transportan a hondonadas salacencas o aldeas asturianas aisladas por la nieve, donde apenas subsisten dos nonagenarias prerrománicas, en verano, muy al contrario, la canícula nos lleva a una Andalucía emparrillada, o a poblachones extremeños donde las moscas pierden vuelo y acaban fritas sobre el asfalto.
Lástima que nuestras pequeñas diversiones meteorológicas se desvanezcan cuando nos hablan de Haití, allá donde la naturaleza es odiosa y donde no hay alcaldes que prometan a la gente que nunca va a pasarle nada. Vagos copitos de nieve han centrado la atención informativa en el paisito, pero a modo de broma macabra la atención se dirige ahora hacia una tierra miserable donde un movimiento sísmico acaba con la vida de decenas de miles de personas. Íbamos a protestar ante la clase política por nuestras penalidades de tercera (en Vitoria empezaba a cuestionarse la actuación municipal) pero la catástrofe de Haití debería obligarnos a un examen de conciencia. Cuánta soberbia moral. El estado del bienestar aún no garantiza un quitanieves portátil a cada agraciado con un piso de protección oficial (aunque todo se andará) pero, mientras tanto, en Haití, las mareas de sangre dan vergüenza.
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