Cartas a mi querida hija
Visita al castillo francés de Grignan, donde escribió Madame de Sévigné
Encaramado al balcón terraza -en ese momento melancólico del día cuando la luz declina misericordiosa sus rayos sobre la tierra-, uno podría creerse demiurgo ante el soberbio esplendor que se extiende a sus pies. Sobre un promontorio rocoso de vertiginosa altura, el castillo palacio de Grignan nos hace vislumbrar lejanas luces y sombras de otra época. Delante, pero bien nítidos, divisamos la montaña de la Lance, el monte Ventoux y los encajes alpinos de Montmirail. Estratégicamente situado -fortaleza medieval difícilmente conquistable por el invasor-, este enclave rural existe desde la prehistoria. Al visitante, que debe hacer un saludable esfuerzo físico remontando escarpadas y sinuosas callejuelas, demorándose en tiendas o saloncillos de la villa hasta alcanzar el portalón, la recia y maciza figura le evocará epopeyas guerreras, romances y cantares.
Grignan (a 26 kilómetros de Montélimar) fue reducto militar primero y luego ciudadela, hasta convertirse en robusto castillo de pomposas ceremonias. Rodeado de un magnífico decorado natural, es un modelo arquitectónico del Renacimiento en el suroeste francés. La plataforma sobre la cima se modernizó con nuevos balaustres y pilastras en 1669, cuando un noble, representante de Luis XIV, contrae matrimonio con Francisca-Margarita, hija de la marquesa de Sévigné. Las tierras del dominio pasan de mano en mano mediante sucesivas herencias hasta que (tras el deterioro causado por la revolución) Boni de Castellane, un dandi célebre, dilapida el patrimonio y arruina el castillo. Habrá que esperar hasta 1912 para asistir a su resurrección. Ahora pertenece al consejo general de La Drôme, que ha convertido el lugar en museo.
El castillo tuvo una inquilina célebre, Marie de Rabutin-Chantal, marquesa de Sévigné (1626- 1696), escritora refinada de las letras francesas (consta en la Biblioteca de La Pléiade, Olimpo en Francia de la literatura con vocación universal) que vivió allí cuatro años. Su gloria proviene de su obra epistolar. Cientos de cartas destinadas a su hija Francisca, a la cual escribía cotidianamente narrando los más variados sucesos. A sus amistades, o cercanos, les cuenta historias y da consejos, sin omitir intimidades de su rutina mientras habita en Versalles, o desde París o desde Bretaña.
Documento irreemplazable, su obra constituye una crónica realista de costumbres -no pensada para ser publicada- del siglo XVII. En sus libros encontramos descripciones sutiles y maliciosas de Molière, La Rochefoucauld o el cardenal de Retz. Aunque también retrata súbditos, plebeyos, linajes o familias regias con anécdotas naturalistas de gran vivacidad. Ideal -por su estilo liviano y elegante- como lectura nocturna viajera.
Hombres suspirantes
Viuda a los 25 años, Madame de Sévigné tuvo profusas aventuras y amoríos. Uno de ellos -el conde Bussy-Rabutin- le escribirá: "Delicias del género humano, la antigüedad os habría erigido altares, y usted hubiese sido seguramente diosa de algo"; pero más que amantes oficiales (consentidos o frustrados), tuvo, sobre todo, suspirantes: capitanes, magistrados, filósofos. Caprichosos unos, sinceros otros, la mayoría vio sus esperanzas eróticas frustradas. El más ardiente pretendiente fue el ministro de Estado Fouquet, que la cortejó durante años. Aunque su gran pasión, si la tuvo, quedó sepultada en el secreto de algún amor no correspondido.
Visitar el museo vale la pena, más que por el mobiliario expuesto (habitual de un modo social algo cursi y protocolario), para admirar sus ventanales, estucos y maderámenes tallados, obras de excelsa artesanía, así como sus parqués lustrosos y alguna tapicería de exquisito bordado. En el segundo piso, pasando por el prestigioso vestíbulo y la escalera cincelada de arabescos de hierro, están las alcobas privadas de la marquesa.
Siguiendo un paseo exterior amurallado se llega a la iglesia colegial de Saint-Sauveur. Su fachada está flanqueada por dos torres cuadradas. En la parte superior del pórtico flamea un magnífico rosetón en piedra de estilo gótico. En el recinto del cementerio puede visitarse una capilla (Saint-Vincent) románica del siglo XII.
Al explorar el valle de La Drôme -en la intersección de la Provenza, los primeros pliegues de los Alpes italianos y el Midi francés- se atraviesan bosques con ciervos, jabalíes y aves de rapiña, y aldeas y pueblos encantadores. Hay palacetes, caserones, pequeñas fortalezas galo-romanas (todo muy cuidado) que son testigos fieles de una herencia envidiable. Da gusto ver cómo Francia supo conservar y organizar los vestigios de su memoria histórica. Ejemplo de país culto y potente, a poco que uno se adentre por los alrededores de excursión se nota el cuidado y la sensibilidad que han tenido los franceses para respetar el paisaje como parte fundamental de la exaltación y el gozo vitales.
Por la zona se venden productos regionales biológicos en granjas y antiguos talleres reconvertidos, especialmente quesos, frutas y verduras de las huertas cercanas. Como en Marsanne, al límite de un bosque de 1.134 hectáreas, un lugar que propone un día tranquilo y apacible para el turismo ecológico. Marsanne fue la cuna de Emile Loubet (1838-1929), primer presidente de la República, nacido no de las élites dirigentes, sino del pueblo llano. Su septenado aportó la Exposición Universal de París de 1900, dio fuste a la ley sobre la libertad de asociación (1901), estipuló el reclutamiento militar igualitario e impuso definitivamente la separación de la Iglesia y el Estado (1904).
El viajero se aleja de esta zona con el sentimiento de dejar muchos rincones sin hollar, pero, de pronto, recuerda las palabras de Madame de Sévigné: "Oídos, ¿no habéis escuchado decir: lo que está diferido no está perdido?", y se siente feliz, llevándose a casa un tesoro recaudado, frágil de sentimientos pero caudaloso de imágenes.
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