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Columna
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El síndrome de las cantinas

La normalidad democrática está siendo el mayor logro del actual Gobierno vasco, que ha conseguido en muy pocos días ofrecernos un país políticamente tranquilo cuyos efectos beneficiosos no tardarán en mostrarse en los diferentes aspectos de la vida, anclados o limitados por la anterior política de tensión. Estos efectos beneficiosos están haciendo mella en la lacra del terrorismo.

Pero los gobiernos formales suelen ser aburridos y pasan desapercibidos ante la opinión pública. Felizmente, nos vamos acercando a aquella opinión de Churchill en la que sostenía con su gran sentido del humor que la democracia es aquel sistema en el que al ciudadano sólo le perturba de madrugada la llamada del lechero. La democracia bien llevada es bastante aburrida, máxime aquí, donde aquello de la normalización democrática -lo decía con toda sinceridad y cierto desprecio un parlamentario peneuvista- nos coloca en la normalidad democrática española. Por eso hay que tener cuidado y preocuparse porque a nuestro prudente Gobierno no le entre la tentación de sustituir a los silenciosos lecheros británicos por lecheras que bajen del caserío con sus tintineantes y sonoras cantinas a lomos de sus burritos. Sería muy folclórico pero muy ruidoso.

Que no se dejen llevar por estas estampas, y menos por lo que hacían los predecesores. Pase por lo de la cesta de castañas situada a espaldas del lehendakari en su primer discurso navideño televisado, pero evítese copiar al PNV, como anotaba con cierto tino Urkullu, porque la imitación casi siempre lleva a la identificación. Sigamos pasando, por aquello del espíritu navideño, con los eslóganes nostálgicos y de mirada al pasado proyectados en la recepción de López en Ajuria Enea. Uno, "Katea ez da eten", era el lema de un regalo navideño de una entidad financiera vasca en los primeros de los ochenta; junto con el otro, "siguiendo las huellas" -¿de quién?, ¿de los anteriores?-, constituyen dos claros mensajes hacia el pasado. Como si éste supusiera legitimación para la izquierda y no lo contrario.

Pero lo que resulta imposible, a pesar de la virtud de sincretismo que demuestra nuestra izquierda desde que el muro se le cayera, es meter en un mismo plano, en una sola cita, como hizo con su mejor voluntad de agradar Patxi López, a Lauaxeta y Blas de Otero, pasando por el inevitable Gabriel Aresti. Nostalgia del pasado y sincretismo triunfante pueden dar al traste con lo que era el patrimonio más precioso de toda política de progreso, incluso la de la izquierda cuando se decide por hacer política: el racionalismo.

Para sentimentalismos, tradiciones, integrismos, etc., ya estaban los predecesores, aunque no sé si con tanta cantina lechera y castañas junto a la chimenea nos estemos conformando con sustituir un nacionalismo radical por otro cívico.

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