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Columna
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La farsa del código ético

Cada vez que la ya habitual traca de corrupciones ha alcanzado el estruendo de la mascletà -lo que no ha sido una rareza durante estos años pasados de rosas y rapiña-, el discurso político y mediático se ha saturado de referencias al déficit de ética, moral, honradez u honestidad que devalúa la vida pública. Para el ciudadano de a pie, poco versado en disquisiciones filosóficas, aunque no mucho menos que los gobernantes, todas esas invocaciones son sinónimas y aluden por igual al aprovechamiento desvergonzado que ha convertido la administración y gestión de los recursos públicos en botín privado o partidario, esto es, en chollo y pelotazo. Frente a esa quiebra social, los grandes partidos, impelidos a menudo por la demagogia más que por la voluntad rigurosa de enmienda, han tratado de atajar esta devastación mediante normas disciplinarias de conducta que, obviamente, han resultado ser una farsa, de puro inoperantes.

El llamado código ético para afiliados y militantes ha sido una de esas iniciativas emprendidas por el PP que ahora vuelve a estar en danza con revisiones y reajustes del que rige o regía desde 1993 con tan constatada ineficacia. Por más que se niegue su relación con el caso Gürtel, es evidente que esta pretendida puesta al día disciplinaria trata de atenuar ante la opinión pública los efectos de la citada trama corruptora en las comunidades de Madrid y Valencia. Y tal decisión, a nuestro entender, es plausible. Si los dirigentes y allegados de la grey popular no son diligentes en el cumplimiento de algunos mandamientos de la ley de Dios, y notablemente con el séptimo ("No robarás"), bueno es que el partido les apriete siquiera formalmente las tuercas, aunque todo quede en papel mojado en la mayor parte de las ocasiones si para aplicar un precepto hay que esperar a que las sentencias sean firmes. Tan morosa como anda la justicia que un reputado chorizo puede jubilarse como presunto sin bajarse de la peana. Abstengámonos de señalar con el dedo al vecino.

No se nos oculta que estos propósitos correctivos y más o menos codificados no se limitan a reprender los abusos inmobiliarios, que han sido los estelares durante estos años. Apuntan o debieran apuntar más allá, pues la rapacidad al uso es versátil y hasta se constituye en una forma de gobernar si la oposición u los juzgados anticorrupción no lo impiden, sobre todo si la sociedad, por resignación o inmaduro civismo, tampoco sanciona estas prácticas, que de tan habituales parecen legitimas. Nos referimos a la opacidad en punto a retribuciones y subvenciones públicas, artimañas descaradas en la contratación y adjudicación de obras y servicios, amiguismo sin recato y por doquier, el expolio y derroche que se han llevado a cabo en RTVV o en ese dispositivo de empresas públicas herméticas, como Ciegsa, o faraónicas, tan renuentes a los intentos fiscalizadores, y etcétera.

Para Aristóteles, que lo escribía en uno de sus tratados sobre ética, quien quisiera conseguir algo en el orden de la política, debía ser él personalmente hombre -y por supuesto, mujer- de buenas costumbres. Desde entonces no han faltado admoniciones de todos los tonos, codificadas o no, pero nada tan eficaz como la eficacia de la Guardia Civil y la diligencia de los jueces para que las crujías públicas, y en especial las municipales, no se convirtieran en ladroneras, con las salvedades de rigor, claro.

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