La privatización del keynesianismo
Si el año pasado estuvo marcado de principio a fin por el ominoso estallido de la crisis económica, cuya evidente inminencia tantos negacionistas se empeñaban en acallar, este año que ahora termina ha estado presidido por la lucha contra la crisis. Una lucha que finalmente parece haberse visto coronada por el éxito, a juzgar por el rally alcista de las bolsas, que cierran el ejercicio con subidas estratosféricas desde los mínimos de marzo. Por lo tanto, si semejante interpretación fuera acertada, éste sería el mejor momento para empezar a pedir cuentas, exigiendo responsabilidades tanto a quienes permitieron que la crisis se formase como a los que se han beneficiado de su presunta resolución. El diagnóstico dominante en los medios sostiene que la crisis se formó porque, en ausencia de supervisión y control estatal, la irracional desregulación de los mercados financieros los condujo al desastre. Y en ese punto de inflexión, cuando la burbuja especulativa pinchó y los capitales huyeron en estampida presos de un ataque colectivo de pánico, la única solución posible fue regresar al viejo keynesianismo interventor, pasando los mercados a ser controlados directamente por los Estados, que para poder salvarlos tuvieron que inundarlos con masivas inyecciones de gasto público deficitario.
La salida de la crisis actual también puede significar el inicio diferido de la próxima
En suma, el neoliberalismo sería el gran culpable, o al menos el principal causante, y el ya casi olvidado keynesianismo, teóricamente superado por aquél, habría sido la única salvación. Pero si esta interpretación oficial resulta paradójica, mucho más lo parece su traducción política. Pues ¿cómo se entiende, entonces, que los representantes socialdemócratas del keynesianismo pierdan todas las elecciones, saliendo derrotados como los grandes perdedores de la crisis, mientras los representantes conservadores del neoliberalismo quedan victoriosos, imponiendo por doquier su virtual hegemonía?
Una posible explicación es que el keynesianismo aplicado hoy ya no es aquel keynesianismo público, progresivo y reformista que presidió la edad de oro de la socialdemocracia en los años sesenta, sino que se trata de un keynesianismo completamente distinto, por su carácter a la vez privado, conservador y reaccionario. Un keynesianismo de derechas, para entendernos, pues no beneficia a las rentas del trabajo sino a las rentas del capital. De ahí que haya logrado imponer una salida de la crisis de tipo restaurador, de acuerdo al célebre efecto Lampedusa: es preciso que todo cambie para que todo siga igual. Es la única conclusión que puede extraerse de la práctica de un keynesianismo estatal que privatiza los beneficios y socializa las pérdidas, contribuyendo no a reformar sino a restaurar la financiarización de la economía. Pero esta práctica dere-chista del keynesianismo privatizado, restaurador de la tasa de beneficios del gran capital, no es nueva en absoluto, pues ya la acometió mucho antes Hitler en los años treinta, y luego Reagan en los ochenta, que es precisamente cuando se sentaron las bases de la actual dominación financiera. Pues más allá del keynesianismo militarista que hoy inspira a Bush y también a Obama, haciendo del gasto en defensa el gran motor de la demanda agregada, la clave real de este nuevo keynesianismo financiero es hinchar la demanda mediante el endeudamiento crediticio.
Como se sabe por lo menos desde Marx, la causa última de las crisis cíclicas del capitalismo es la sobreproducción, dado el exceso de capacidad instalada para la que no hay suficiente demanda natural o espontánea. Para enfrentarse a este exceso de producción, o a esta escasez de demanda, la solución keynesiana pública, puesta en práctica por la socialdemocracia en los sesenta, fue estimular fiscalmente la demanda agregada tanto por medio del gasto estatal como mediante una política de rentas que elevó sustancialmente el poder adquisitivo de las clases medias y asalariadas. La consecuencia fue la gran inflación, de la que se salió con la derrota política de la socialdemocracia y el ascenso imparable del neoliberalismo. Pero contra lo que parece, este último método de política económica también recurrió al keynesianismo, aunque ya no público sino privado. En efecto, para estimular la demanda agregada, en vez de recurrirse a la subvención estatal se recurrió al endeudamiento crediticio gestionado por la banca privada, y ello además con recortes salariales del poder adquisitivo, haciendo a las clases trabajadoras y medias muy dependientes del crédito bancario. Y el colmo de este keynesianismo privado llevado hasta sus últimas consecuencias por reducción al absurdo ha sido el caso de las hipotecas basura, catalizador en España o EE UU de la crisis actual: la última por el momento, hasta que se forme la próxima, dentro de una larga cadena de crisis crónicas (por parafrasear el título de mi último libro).
El truco es bien conocido: se conceden créditos a los asalariados más insolventes (entre los que destacan los inmigrantes) y luego esos créditos se venden a los propietarios más solventes (los inversores especulativos), logrando que los capitalistas privados subvencionen la demanda agregada de los trabajadores hipotecados como deudores. Esta práctica de rizar el rizo fue la que formó la burbuja especulativa del endeudamiento insolvente, pues la liquidez así generada iba fluyendo a través de las redes financieras hacia los depósitos bancarios, donde se embalsaba en forma de enormes pantanos de créditos acumulados procedentes de sus cuencas hidrográficas. Pero cuando la masa crediticia empezó a rebosar, las presas de los pantanos no pudieron soportar la presión y comenzaron a resquebrajarse hasta que reventaron. En ese momento, toda la liquidez acumulada se precipitó al vacío, y en su caída libre los créditos acumulados se convirtieron en deudas imposibles de cobrar. Así fue como la avalancha de endeudamiento lo arrasó todo a su paso, inundando súbitamente los valles de la economía real, que quedaron asolados e improductivos durante mucho tiempo. Es entonces cuando la autoridad pública se vio obligada a intervenir al modo keynesiano, insuflando a fondo perdido liquidez estatal para tratar de suplir la sequía derivada del vaciado de los pantanos financieros. Pero de este modo, el insolvente endeudamiento privado se tradujo en una hipertrofia del deficitario endeudamiento público. De ahí que, en cuanto las presas bancarias han podido ser reconstruidas gracias al rescate estatal, el estímulo keynesiano ha comenzado a reducirse hasta cesar a corto plazo. Con lo cual se demuestra su naturaleza exclusivamente privada, puesto que sólo se ha dispuesto al servicio del capital bancario, abandonando a su suerte a las víctimas reales de la rotura de los pantanos: las pequeñas y medianas empresas, los autónomos, los desempleados...
Y este carácter derechista, conservador y reaccionario del actual keynesianismo privatizado se demuestra también en su naturaleza procíclica, amplificadora de las desviaciones de la estabilidad, que en las fases alcistas del ciclo actúa como impulsora del auge desmedido, incentivando la exuberancia irracional de los mercados, mientras que con la llegada de la crisis sólo sabe impulsar el pánico colectivo. Así, las autoridades públicas han actuado en realidad como desestabilizadores automáticos, que primero no supieron evitar la formación de la crisis, luego la negaron cuando ya se estaba iniciando y finalmente la precipitaron y agudizaron con sus medidas de choque, extendiéndola y generalizándola por todo el conjunto de la economía real, penosamente gravada con el coste tributario de la deuda pública acumulada. De donde se deduce que la salida de la crisis actual también puede significar el inicio diferido de la próxima, cuando la economía se recupere y los créditos vuelvan a fluir hasta embalsarse como futura deuda insolvente.
Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.
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