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Columna
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Aguinaldos y caballos

Uno acaba convirtiéndose en la memoria histórica de sí mismo, pero sin gana alguna de agarrar la pala y desescombrar recuerdos. Lo más, sentarnos en el montículo de las añoranzas y esperar a que se esfume la temprana tarde invernal. Lo bueno que tiene esta actividad es que no incrementa el colesterol malo ni engorda. Nos deja como estábamos, un poco ensimismados, como digo, y entretenidos con las cosas que nunca volverán, porque ese es el truco de la vida y la muerte: lo que hay y lo que jamás volveremos a ver ni sentir. Y, por supuesto, ese reino libertario de la memoria donde podemos hacer lo que nos dé la gana con todo cuanto haya prescrito.

No hace mucho; esas cosas desaparecen suavemente, sin estrépito hasta que un día nos preguntamos cuándo dejamos de llevar cuellos duros postizos o sombrero, en qué momento prescindimos aquellas ridículas ligas que mantenían alzados los calcetines; o dejamos de pedir el azucarillo con el café, incluso, más recientemente, abandonamos el horrible high ball de coñac con sifón y las ballenas de plástico, antes de más nobles materiales, hueso, carey, oro o plata para mantener tiesos los picos de las camisas. No hace mucho que el sastre, sin tener que advertírselo, colocaba en la parte interior de la solapa una trencilla, para que en ella pudiéramos introducir el rabito del clavel una tarde de toros o de verbena.

Era el diezmo voluntario al prójimo que nos servía, a cambio de un papelito donde no faltaban ripios

Pequeñeces, modas furtivas. Tampoco sé ahora, cuándo, exactamente, desapareció el hábito de dar aguinaldo por estas fechas, una de las costumbres más arraigadas en la vida madrileña. El chico de la tienda que subía el pedido a casa, el cartero, el sereno de la calle, el portero -hoy conserje o sonido metálico pregrabado-. De los años cincuenta y sesenta recuerdo una peculiaridad que siempre encontraba cobijo en las páginas de los diarios: la propina, el obsequio de muchos automovilistas, que dejaban al pie de su altillo al guardia que dirigía el tráfico en la plaza de Callao. Ya ni siquiera hay guardia, coches, tráfico ni el más remoto propósito de agasajar a un tipo uniformado y con un pito.

Era el diezmo voluntario al prójimo que nos servía, a cambio de un papelito donde no faltaban unos ripios de agradecimiento anticipado. Todo se lo llevó el viento que, como bastante gente sabe, es el aire en movimiento.

Reparación. El otro día se me ocurrió aludir a determinada peripecia que me contaron sobre las carreras de caballos. Debí prever que saltaría el ilustre escritor y profesor Fernando Savater, que en defensa de las carreras es una especie de Manuel Vicent, al revés en cuanto a los toros. Una frivolidad por mi parte, ya que no quería, en modo alguno ofender, ni criticar a los cuidadores de los caballos de carreras. Fui un leve aficionado hasta que la coincidencia con la hora de la siesta me apartó definitivamente del turf. Pero tuve acceso al paddock, a los palcos y buena amistad con muchos propietarios. Visité, en varias ocasiones, la magnífica finca La Venta de la Rubia de mi amigo Antonio Blasco, y pude comprobar que sus caballos vivían como senadores, amplia cuadra, paja limpia, duchas templadas, y los desvelos debidos a un animal que cuesta un ojo de la cara. Hasta poco antes de su muerte, asistí a una tertulia donde apenas hablaba el otrora locuaz marqués de la Florida, a quien halagaba recordándole los triunfos de Roque Nublo, uno de sus campeones. Y remontándome a la adolescencia, sin haber pisado el hipódromo que estaba donde se ubica hoy El Corte Inglés de Castellana, comentar apasionadamente las galopadas de Atlántida, la yegua mítica del conde de la Cimera. Pido excusas a don Fernando, pues creo que es un espectáculo hermoso ver a un animal tan bello, incluso parado. En un periódico que edité -Sábado Gráfico-, publicamos durante varios años la foto de los mejores ejemplares de La Zarzuela, cuando el fotógrafo pudo dominar la difícil técnica de sorprenderlo en la misma postura. Supe, con satisfacción, que aquellas estampas, en color, eran enmarcadas y figuraron en el Club Ecuestre de Santiago de Chile.

Lo que pasa, querido colega -en el sentido de que intento ser amigo de la verdad- es que a tan hermosos animales -como a los toros, por otras razones y finalidad- parece que hay que estimularles y al tiempo dosificar su extremo nerviosismo, para que salgan como cohetes de los boxes. Sólo eso. ¡Feliz Año!

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