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HOJAS SUELTAS | OPINIÓN
Columna
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Morir de frío en Europa

Una ola de frío en España se traduce en una barahúnda de quejas por atascos de tráfico, caos en Barajas, niños sin colegio; en la última acometida del mal tiempo hay que lamentar, además, desde víctimas por derrapes de vehículos en placas de hielo hasta una trabajadora arrebatada por el mar en plena faena. Son noticias que encuentran amplia difusión en la opinión pública, salpimentadas con el politiqueo propio de estos casos -recriminaciones del Partido Popular por la ineptitud del Gobierno de Zapatero, que contraataca haciendo gala de su eficacia-. Sin embargo, es preciso escudriñar los rincones de los medios de comunicación para saber que Manuel Marchán Álvarez, de 49 años, una persona de por sí vulnerable, se ha muerto de hipotermia por el frío en Almendralejo (Badajoz); que dos ancianos se han asfixiado por la mala combustión del brasero con el que intentaban defenderse de la oleada glacial en Perales del Puerto, un pueblo de Cáceres; y que, por esta misma causa, dos jóvenes subsaharianos han fallecido cuando se habían refugiado en una casa de Lleida. Todo en los días previos a la entrada oficial del invierno recién estrenado y a las tan señaladas fiestas navideñas.

Con o sin calentamiento global, con o sin crisis, el goteo de muertes por congelación se sucede en el mundo desarrollado

Pequeñas noticias. Similares a las del invierno precedente y de relevancia pública tan marginal como las anteriores. Sólo sirven para recordarnos el combate que se libra en tantos diciembres y en tantos eneros, una lucha perdida de antemano por los que viven inmersos en el frío y reciben de repente el golpe de una brusca caída de temperaturas. Con o sin calentamiento global, con o sin crisis económica.

De vez en cuando se nos explica que ciertas personas prefieren dormir en la calle antes que refugiarse en los albergues, bien para sentirse libres o por temor al robo de sus pertenencias aprovechando un sueño más confortable. O que apenas aceptan siquiera la ayuda de su familia, como parece ser el caso de Manuel, según dicen personas que le conocieron bien. Y luego está la alianza siniestra entre la pobreza y la desinformación, ese desesperado encender del brasero mientras se cierran las rendijas a la nieve o al aire siberiano, sin ser consciente de que la falta de ventilación puede dejarte sin vida. La muerte por frío acecha a los sin techo y a los que, aun teniéndolo, pretenden sustituir la falta de calefacción con métodos rudimentarios y peligrosos.

Descartemos la tentación demagógica de comparar estas situaciones con el derroche de iluminaciones navideñas o la miríada de ofertas publicitarias animando al consumo, un hecho necesario para no ahondar más en la crisis económica. Pero las preguntas se agolpan: cuando alguien muere de frío en un país con recursos, como España, ¿hacemos lo posible para que se sepa? ¿Dirigentes de alto nivel visitan el lugar de los hechos, se preocupan de que los servicios sociales o policiales extremen la vigilancia? Por difícil que pueda ser relacionarse con estas personas, ¿se hace cuanto se puede para alertar y proteger a la población potencialmente afectada?

No hay motivo de flagelación solamente como españoles. A título de europeos también podríamos avergonzarnos de los que mueren de frío en Francia -un sin techo de 35 años en Burdeos, el mismo día en que Manuel falleció en Almendralejo-, o de las decenas de muertos por congelación, indigentes en su mayoría, en Polonia y otros países europeos. Las olas de frío no respetan fronteras. En el mundo desarrollado, raro es el invierno en que no surgen casos en cuanto las temperaturas caen con fuerza.

Es grave que una maravilla tecnológica como el Eurostar -que ha necesitado sumergir tanto dinero bajo el Canal de la Mancha, hasta convertirla en realidad- quede paralizada varios días, y que eso angustie a decenas de miles de viajeros o aspirantes a serlo. Pero morirse de frío, en el siglo XXI y en plena Europa: eso sí que es una confesión de impotencia.

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