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Columna
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Antifascistas

Estaba echando una cabezada, mientras transcurrían las sesiones del congreso, cuando un ponente logró sacarme del letargo: era el clásico agitador profesional. Resumo en dos palabras el discurso: esta profesión (la que sea) no está legalmente reconocida; el intrusismo campa por sus respetos; hay que homologar nuestros estudios; ¿cuándo vamos a asociarnos?; hay que montar un colegio, una asociación, un sindicato; hay que exigir autorización legal para ejercer nuestro trabajo; ¿para cuándo las tarifas y los controles? El auditorio, necesitado de la confortable verticalidad de un sindicato, aplaudió a rabiar. Yo abandoné la sala. Los pelmazos corporativos, los émulos de Mussolini, son legión, de modo que uno se los encuentra en cada esquina y debe ir esquivándolos, con los reflejos de un torero o de un esquiador de eslalon.

Cuando pienso en un antifascista, el primer nombre que me viene a la cabeza es Winston Churchill. Churchill se carteó con el Duce, a la espera de ganar su neutralidad, pero se resistió a Hitler desde el primer momento. Cuando Occidente aún intentaba apaciguar a los totalitarios, Churchill ya estaba quitando el polvo al arma. Él alertó a su país frente al fascismo y lo condujo a la victoria. Pero llamar antifascista a Churchill resulta hoy sorprendente. ¿Por qué? Básicamente porque los que así se denominan, por ignorancia o por cinismo, son hijastros de aquellos que sí pactaron con el fascismo. Los antifascistas de pega acordaron con Hitler la liquidación de Polonia, en medio de una marea de sangre. Que el imaginario público llame antifascistas a totalitarios de marca garantizada y no al viejo león conservador es una de esas estafas con que la izquierda ultra maquilla los horrores del siglo XX.

¿Tiene sentido denominarse hoy antifascista o es una retórica privativa de algunos ultras cuando beben demasiada cerveza? Pues bien, sí tiene sentido: hay que ser antifascista. Los antifascistas deben luchar contra el Estado corporativo, contra la colectivización forzosa, contra la verticalidad de organizaciones impuestas por decreto, contra la imposición de estructuras gremiales, colegiales, sindicalistas y (en Euskadi especialmente) nacionalsindicalistas. El antifascista debe encararse con organizaciones a las que jamás ha dado su permiso para que lo representen pero que detentan tal representación por decreto del Estado.

El antifascista se pregunta en cuántas organizaciones lo encuadran obligatoriamente y a cuántas más financia a la fuerza con sus impuestos; el antifascista se resiste al Estado corporativo y recuerda que la voluntad de los ciudadanos libres no debe plegarse a intereses orgánicos amparados por el poder; el antifascista, en fin, denuncia a los fascistas, incluso a los fascistas que se creen antifascistas porque han oído campanas, pero no saben dónde.

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