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Columna
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El universo en un grano de arena

El Museo de la Inocencia, de Orhan Pamuk, es un texto de una belleza profunda que logra rozar el secreto esencial

Rosa Montero

Por muy limpio que sea, todo premio literario tiene su cuota de arbitrariedad, porque la calidad de las obras artísticas no es algo objetivable, sino que depende del resbaladizo gusto de las personas. Ahora bien, sin duda hay galardones que son más inconsistentes que otros, y se diría que, cuanto más importante es el premio, más sometido está al vaivén de las circunstancias extraliterarias. Esta afirmación puede aplicarse al Nobel, que ha premiado a escritores de primera magnitud pero también a otros cuya designación resulta incomprensible (al menos para mí), como Le Clézio. Y es que cada día los Nobel parecen más lastrados por el peso de lo coyuntural y lo político. Entre los muchos autores formidables que no recibieron el galardón están, por ejemplo, Proust, Borges y Nabokov, que probablemente fueron relegados por su supuesto perfil conservador (aunque los tres fueron unos escritores revolucionarios); a Graham Greene y Burgess debió de entorpecerles el camino su catolicismo, y el gran Vargas Llosa, eterno finalista, es una prueba viviente de los prejuicios del premio.

El Nobel que ganó hace tres años Orhan Pamuk también estuvo teñido de oportunismo. Se trataba de un autor turco, de un hombre perteneciente a la cultura islámica pero occidentalizado, moderno y democrático, y que además estaba siendo perseguido por los sectores más retrógrados de su país. Una combinación que resultaba de lo más atractiva en estos tiempos: era un premio cantado, por así decirlo. Pero sucede que, por fortuna, Pamuk es además un escritor espléndido, un autor dotado de esa cualidad hipnotizante que sólo poseen los narradores verdaderamente vigorosos. Y su última novela, El Museo de la Inocencia, recién publicada, es un buen ejemplo de ese poderío.

Puede que éste sea el mejor libro de Pamuk. Él lo cree así, o al menos eso me dijo en una entrevista. Pero ya se sabe que lo que piensan los autores sobre su propia obra no tiene que coincidir necesariamente con el sentir mayoritario de los lectores. El Museo de la Inocencia está escrito en el registro más biográfico, esto es, en el más pegado a la realidad de la Turquía que él ha vivido. Quiero decir que está más cerca de Nieve o incluso de su libro de memorias Estambul que de Me llamo Rojo, una novela estupenda pero más abstracta. El Museo... es una larguísima historia de amor. Kemal, un joven de la clase alta turca de los años sesenta, está a punto de casarse con Sibel, también acaudalada, guapa e inteligente, la novia perfecta. Pero entonces se cruza en su camino Füsun, una muchacha humilde, por quien experimenta una atracción irresistible. Terminan en la cama, como era de esperar; y eso origina, también previsiblemente, muchas calamidades. Con estos mimbres de chico-rico-ama-desesperadamente-a-chica-pobre, propios del culebrón más tópico y desenfrenado (por todos los santos, ¡pero si Füsun hasta es dependienta de una tienda de modas! Sólo un empleo de florista hubiera resultado más convencional), Pamuk desarrolla un relato originalísimo de una veracidad estremecedora.

He dicho que El Museo de la Inocencia es una historia de amor, pero más bien es la descripción de una obsesión fatal. Por circunstancias personales y sociales, Kemal termina atrapado en la tela de araña de su pasión. Durante ocho años acude casi cada noche a casa de su Füsun, en donde cena con ella, con su marido y con sus padres, al principio justificando su presencia con vagas excusas y después ya directamente pagando dinero por ello, de manera que nuestro protagonista termina haciendo un papelón patético al pegarse como un forúnculo a esa familia. Incapaz de abandonar su vida vicaria, Kemal va llevando las cuentas día tras día, como buen obsesivo, de las tristes piltrafas que conforman su existencia de enamorado: ha cenado 1.593 noches en el hogar de Füsun, y en ese tiempo robó y se llevó, como un trofeo, 4.213 colillas de su amada... Todo esto, naturalmente, sin volver a dar un solo beso a la muchacha, puesto que ahora ya es una mujer casada. Es un relato que podría resultar bastante divertido, si no fuera tristísimo.

El libro habla de una clase social pequeña y muy concreta, la oligarquía turca de la segunda mitad del siglo XX, y de un hombre más bien raro y estrafalario. Y, sin embargo, lo que cuenta nos atañe a todos muy de cerca, porque sólo profundizando en lo único, en lo individual y lo concreto pueden las novelas alcanzar lo general. En un grano de arena se esconde la estructura misma del Universo.

Y así, voy a desdecirme una vez más: en realidad el tema de este libro no es el amor, como escribí antes, y tampoco la obsesión, sino que de lo que trata es de la vida, del fulgor del mundo en la juventud, de las trampas en las que vamos cayendo, del tiempo que pasa y que hiere al pasar, de ese decaimiento que se va posando como un polvo fino sobre la existencia. El Museo de la Inocencia utiliza la pasión para hablar de otra cosa, al igual que sucede en Madame Bovary o en Anna Karenina, dos figuras de mujer con quienes Füsun mantiene cierta semejanza: ella, que ansía ser actriz de cine, es la Emma Bovary de finales del siglo XX. En suma, es el amor como catástrofe, que a su vez representa la pequeña catástrofe que siempre es vivir. Esta historia abundantísima (650 páginas muy apretadas de las cuales sobran fácilmente cincuenta, como siempre sucede en todas las novelas monumentales) es un texto de una belleza profunda que logra rozar el secreto esencial, esa zona oscura que casi nunca se alcanza. Y tiene la última línea más conmovedora que recuerdo en mucho tiempo en una novela. Pero no te hagas trampas y no empieces por el final: para saber por qué conmueve tanto hay que recorrerse antes todo el camino del libro hasta llegar a ella. Algo parecido a lo que pasa en la vida.

El Museo de la Inocencia. Orhan Pamuk. Traducción de Rafael Carpintero. Mondadori. Barcelona, 2009. 670 páginas. 23,90 euros.

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