La nieve adora el caos
Grandes políticos y eminentes científicos se han pasado dos largas semanas hablando del calentamiento global del planeta y ahora resulta que hace un frío de cojones. El lector tendrá que ser indulgente y perdonar una expresión tan recia y vulgar, pero es así como han formulado estos días su percepción del clima un gran porcentaje de habitantes de ese mundo desalmado en su trato con la naturaleza. Eso sí, y bajo ningún concepto, se habrán de repetir aquí los improperios que han proferido cuantos se han visto zarandeados por el caos desatado por la nieve.
El lunes, unos 40.000 viajeros se vieron afectados por los 322 vuelos que se cancelaron en Barajas (Madrid) y por los 24 que no salieron de El Prat (Barcelona). Seis trenes del AVE no pudieron moverse, con lo que 2.500 pasajeros clamaron de furia al quedarse colgados. Se cortaron carreteras y miles de alumnos no fueron al colegio en distintos lugares de España. Lo peor: que murieron tres personas por culpa del temporal.
En Europa, los desperfectos se produjeron antes. El viernes, 2.000 pasajeros que se desplazaban del continente al Reino Unido en los hipertecnológicos vagones del Eurostar quedaron atrapados en el túnel bajo el mar del Norte durante 16 horas. Vociferaron, como no podía ser de otra manera, como vociferó luego Nicolas Sarkozy, el presidente de Francia, al pedir explicaciones a la compañía, que sólo ayer reinició los viajes tras dejar en tierra a unos 100.000 viajeros. Baste esta referencia, porque también se cancelaron vuelos en numerosos aeropuertos de Francia, Bélgica, Alemania, el Reino Unido... Y, luego, lo más desolador: todos esos mendigos sin techo que, por ejemplo, han muerto congelados en Polonia.
Se ve que la nieve adora el caos y que desprecia la vieja estampa con la que se la representaba hasta ahora: siempre cayendo plácidamente detrás de las ventanas mientras las familias se calientan al fuego. Desorden, ruido, tensión, furia, dolor: ésas son ahora sus credenciales. Como no podía ser de otra manera, los dirigentes nacionales del PP se pusieron el lunes a gritar contra el Gobierno. Y ése fue uno de los pocos finales felices: que sus compañeros de partido, los que batallaban contra el caos, los obligaron a callar.
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