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Columna
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Monseñor discordia

Seguramente no es legal que la bandera del franquismo presida el altar donde el obispo de Alcalá, Juan Antonio Reig Pla, ofició la misa por los fusilados en Paracuellos durante la Guerra Civil, pero si a monseñor le gusta... Reig Pla, muy conocido por su obsesión con los homosexuales en unas homilías de modales sospechosos, polémico en los asuntos dinerarios que lo han llevado de Castellón a Murcia y de Murcia al regazo arzobispal de Rouco Varela, con alivio para los diocesanos que deja atrás, quiso oficiar estos funerales como no lo había hecho otros años su antecesor, lo cual no tiene nada de particular. Lo llamativo fue que dijera de aquella capillita que es "la catedral más grande edificada jamás, pues ha sido levantada con la sangre de miles de mártires, de modo que es el santuario más grande del mundo". Es evidente que tal arrebato hiperbólico no sólo le vino a su eminencia de su naturaleza arrebatada, sino de una evidente intención de entusiasmo por unos muertos frente a otros, no precisamente inspirada por un espíritu de reconciliación y concordia. Y como no parece que esté bien que se propicie la comparación de unos muertos con otros, ni la respetable sangre de unos mártires con la no menos respetable de los que no son reconocidos ni siquiera como seres dignos de enterramiento, hay que lamentar la voluntad de discordia de quien dice ser pastor de almas y es más bien una oveja del rebaño que tiende al descarrío para la provocación y la gresca entre las ovejas. Por lo demás, tampoco es sorprendente que entre los fieles más distinguidos estuviera el ultraderechista Blas Piñar, como no sea por su avanzada edad, pues no en vano hizo de Paracuellos un emblema. Y menos extraño resulta que alguien honre a sus muertos con todo derecho, no faltaría más. Lo que sigue siendo anormal es que otros muchos muertos no hayan encontrado aún sepultura digna y que el reclamo de esas sepulturas sea tan incómodo para supuestos demócratas a los que la memoria histórica saca de quicio. Pero queda claro que el arzobispado madrileño recibe en su seno a los prelados más radicales y recalcitrantes, se llamen Martínez Camino o Reig Pla. Y que el ejemplo de diálogo y tolerancia de Vicente Enrique y Tarancón, el insólito cardenal de la Transición, fue una auténtica excepción, como recordaba Pedro Altares en el artículo que publicó este periódico al día siguiente de su muerte.

El arzobispado madrileño recibe en su seno a los prelados más radicales y recalcitrantes

La muerte de Altares, madrileño de Carabaña y vecino de San Antonio de la Florida tantos años, cronista de la predemocracia y la Transición en esta villa, pero también atento glosador y participante del activismo cultural que vino después, nos ha llevado a hacer balance de lo que en ese artículo, y no sin ironía, llama él "milagro español". El artículo, que resume su desencanto y expresa a la vez el de su generación, con rasgos de crónica testamentaria, describe el final de ese milagro, que Altares prometía en sus últimas líneas completar con su opinión sobre el Gobierno actual, aunque en realidad, a través de algunas otras colaboraciones en EL PAÍS, ya había ido respondiendo con contundencia a algunas posiciones de aquellos que no habiendo vivido la Transición se empeñaron desde la derecha nunca centrada en acabar con el talante que la inspiró y trataron de emprender una segunda transición. Y tal vez la consiguieron: puede haber transiciones hacia atrás. Lo que no sé es si la enfermedad le permitió a Altares ver en la tele a José María Aznar, uno de los artífices destacados de la descomposición del espíritu de consenso -"palabra ahora maldita", dijo Pedro- reconociéndole al fin al Rey sus méritos en el cambio y su apuesta por la misma Constitución que Aznar denostara otrora.

Pero Altares, cuyo compromiso político fue inicialmente cristiano para devenir en socialista de un modo indubitado, no olvidó en ese relato último a los curas obreros, ni a quienes les arroparon, como los jesuitas Llanos, Díaz Alegría o Arrupe. Ni, por supuesto, a Miret Magdalena. Sin embargo, los obispos, a quienes nuestro modélico periodista deja para el final en el repaso, eran otra cosa, a excepción de Tarancón. Y como esa otra cosa los veía ahora con resignación, "crucifijo de Trento en ristre". Para ello, recuperó una afirmación de un ministro republicano de Agricultura, Manuel Jiménez Fernández, ferviente católico: "No tengo nada contra los obispos españoles, salvo dos cosas: no creen en Dios y no han hecho el Bachillerato".

Que un hombre de comunión diaria, como recuerda Altares que era el ministro, fuera de la misma opinión que otros católicos y no católicos de hoy, sorprende menos que la vigencia de su conclusión, pero como la Iglesia jerárquica sigue siendo fiel a sí misma la cita nos permite explicarnos al alucinado Reig Pla en las exageraciones de las que se sirve su personal memoria histórica.

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