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Columna
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El incidente

Rabat es el niño consentido de España, no me pregunten por qué, aunque resulta fácil averiguarlo. Inversiones estatales, privadas, fuentes energéticas, yo qué sé. Y cierto sentimiento (oficial) de culpa, mezclado con eso tan intangible y a menudo infumable que llamamos "amistad tradicional entre dos pueblos", y que a lo peor amaga lo que es más bien amistad entre seres reinantes.

Desde que abandonamos a los saharauis a su suerte y a la ocupación marroquí de su territorio, no sólo no sabemos qué decir, sino que lo poco que decimos lo hacemos con vergonzante inseguridad. Diríase que el rey de allá (la dinastía) nos tiene agarrados por la entrepierna. No sólo a Madrid. También las autonomías. Contemplen, si no, en pleno y lancinante asunto Haidar, con qué mimo se ha recibido en Cataluña al señor Mansouri, presidente de la Cámara de Representantes de Marruecos, quien ha asegurado, con admirable aplomo propio de su jefe, que las relaciones entre los dos países "están por encima de incidentes puntuales". No sé si el nacionalista Àngel Colom todavía posee una xampaneria en Casablanca.

Aminetu Haidar, su lucha, la de su pueblo: un incidente puntual, pues. No nos alteremos. Nuestros intereses generales están puestos en miras más altas, dicen. No sé los de ustedes, pero desde luego los míos no coinciden con lo que hasta ahora parece señalar la moral política imperante. Me importa que se haga justicia. Me importa que Marruecos se vaya del Sáhara Occidental. Me importa que Aminetu Haidar no se muera, ni por todo, ni por nada. Ni una vida por una causa. Y las causas, por su vida.

Marruecos es benevolente, sin embargo. Y demócrata. Aceptó que el último golpista de Guinea Conakry fuera operado en uno de sus hospitales, casi al mismo tiempo que impedía la entrada de Haidar en El Aaiún.

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