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Columna
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Orgullo local

La palabra orgullo me produce gran desconfianza. Vivimos en los tiempos del orgullo. Local, sexual, nacional, racial, ideológico. Hay gente tan proclive a sentir orgullo que siente hasta el más tontorrón de todos ellos, el orgullo familiar, y repite su apellido como si fuera el del pueblo elegido. No sé cómo una palabra que encierra en sí misma una connotación clarísima de exclusión ha podido hacerse tan popular en los discursos públicos. Miro el diccionario y me sorprende que su definición aún no haya sido contaminada por el uso actual. "Orgullo: arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que a veces es disimulable por nacer de causas nobles y virtuosas". Entiendo que en ocasiones el orgullo ha podido ser un arma contra la discriminación, pero no hay nada más empobrecedor que columpiarse de por vida en él.

Hay un orgullo que practicamos en España de manera peculiarísima: el local. No digo que el orgullo de pertenencia a una tierra sea algo típicamente español, al contrario, está presente hasta en los lugares más horrendos; lo que convierte nuestro orgullo en algo original es que no tiene ninguna consecuencia práctica. La gente ama a su pueblo de manera casi amenazante, y los políticos españoles, conscientes de ese amor arrebatado, hacen de este sentimiento su doctrina. El enigma es que dicha pasión haya sido absolutamente compatible con el destrozo del paisaje rural y urbano. Y no lo considero una responsabilidad exclusivamente política; paseando por Roma o Nápoles se aprecia que, a pesar de Berlusconi, el orgullo local ha servido para conservar los pequeños negocios, lo artesano, la belleza histórica. Al menos el orgullo les ha sido de alguna utilidad.

Y difiero de la Iglesia católica en su vieja creencia en la superioridad del ser humano. ¿Hay alguna razón por la que sentirse orgulloso de no ser un perro?

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