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Columna
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El camelo de la intimidad

El secreto del cuerpo ha perdido prácticamente todo su valor

No importa volver a decirlo: la privacidad está pasada de moda. Todavía quedan núcleos muy resistentes a este desnudo total, sea por prejuicios morales, sea por el sagrado culto a la vida interior, pero su momento ya ha pasado.

A la privacidad corresponde el signo de la hucha, pero esta época se caracteriza no por el ahorro sino por el gasto, siendo el consumo el motor de la prosperidad.

Frente a la contención de los tiempos privados, celado el interior como un tesoro, el tiempo presente luce en la exposición de la intimidad. A menudo esta luminaria sobre nuestra vida personal procede de los resortes electrónicos que nos detectan en casi cualquier lugar. Se trata de una información de cada cual obtenida a partir del complejo panóptico que componen la videovigilancia, las cookies y los innumerables rastros electrónicos que dejamos alrededor, en el supermercado, los peajes, en el teléfono o las ONG. La vigilancia policial brinda paz al barrio pero, enseguida, la ansiedad por ser protagonista público, aun delincuente, completa la bomba que ha hecho estallar el silencio y la reclusión.

En la Red, incesantemente, los usuarios intercambian interioridades por exterioridades, porque estar en la Red es estar vivo (o muerto) mediante el trance de desprivatizarse. Se viaja de un lado a otro del mundo, unas veces físicamente y otras virtualmente, y en esos vuelos la eliminación de lastres y sombras contribuye al mayor beneficio de la exploración. El psicoanálisis, extrayendo de la oscuridad el subconsciente, fue, junto a los cambios en las ciencias o en el arte a comienzos, un primer paso para el desnudo total del final del siglo XX. Con todo, la culminación de este proceso llegó con la ideología ecológica cuya máxima pasión se cumple en el conocimiento minucioso, casi religioso, de la vida animal y en aras de su protección. Del mismo modo, en el conocimiento de cada ciudadano se cumple el ideal policial, económico, recreativo o de sanidad.

La sexualidad, por ejemplo. Nunca se insistió tanto en escudriñar la vida sexual de los animales, incluidas las moscas. Pero, también, la de la especie superior ha sido reportajeada hasta sus entresijos más remotos de modo que el porno se confunde ya con la neurología, la educación, la pasarela o la revolución. En general, sea en los almanaques o el cine, en los happenings o en las manifestaciones callejeras, el secreto del cuerpo ha perdido casi todo su valor. Tanto que su exposición absoluta va consiguiendo el efecto de velar la imagen, borrar el carácter de estar en cueros por el camelo de protestar.

En la intimidad, excavadas sus mínimas peripecias, empieza a no haber casi nada exótico que contemplar. La expoliación de los deseos y opiniones a través de los sondeos, la difusión de los cotilleos sobre vidas íntimas, el pase de la excepción a Eljelou y la eficacia de la Red para hacerse visible han trastornado el concepto del secreto y del pudor.

La historia necesitó cuatrocientos años para llegar al siglo XX con la conquista de la vida privada, pero ahora, en menos de dos décadas, la privacidad tiende a ser un vestigio de los tiempos de la burguesía con trajes negros, las cacerolas negras, los coches negros, las máquinas de escribir negras. Así contra el carácter de una era de oscuros misterios, la proclamación de la despejada transparencia para todo, la nada de la nada de la visión total.

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