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ARTE
Columna
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Puente

"Hoy, cuando el tordo del verano / vino a cantar al Nido de Garza", escribe una joven madre japonesa impremeditada y circunstancialmente convertida poeta, tras leer el último capítulo de El cuento de Genji, "crucé yo el puente de los sueños". Con este poema comienza uno de los relatos recopilados en la selección antológica de Junichirô Tanizaki (1886-1965), recién editada en nuestra lengua precisamente con el título El puente de los sueños y otros relatos (Siruela). El mítico libro Genji-Monogatari, de la escritora Murasaki Shikibu, consta de 54 capítulos y fue terminado entre los años 1015 y 1020, lo que le convierte en una de las novelas más antiguas del mundo y lógicamente en la referencia esencial para toda la literatura japonesa posterior. Con esta aclaración y la de que el último capítulo de El cuento de Genji se titula 'El puente de los sueños', se puede descifrar el sentido de los versos antes citados como la declaración figurada de alguien que acaba de terminar la lectura de este clásico. El resto de los otros elementos crípticos del poema nos son explicados por el protagonista del relato de Tanizaki, llamado Tadasu, que se nos presenta como el hijo amantísimo de esta escritora ocasional. Así, El Nido de la Garza es el nombre de la residencia familiar emplazada hacia las afueras orientales de la ciudad de Kioto, donde habita esta singular familia.

De manera que, como ya vemos, lo que en principio nos sonaba como un bello galimatías resulta ser simplemente el registro emotivo de una joven madre que ha concluido, en verano y sin salir de casa, la lectura de un libro histórico conmovedor. En cualquier caso, tras darnos estas diáfanas pistas, el muy sofisticado, elíptico y perverso Tanizaki nos adentra, sin cambiar de tono, por las inextricables frondas de un jardín que guarece el amor más prohibido, con lo que, según vamos leyendo, nos preguntamos cuál es, en realidad, el cauce o abismo que salva este famoso puente: si el de los amoríos entre una época remota y la actual, entre el sueño y la realidad, entre la verdad y la mentira o entre la ley y el desorden. Como estas dicotomías se van enredando más y más, como una madeja que encierra en lo más profundo su meollo sin perder jamás el hilo, hay un momento en que el lector duda si cruzar el puente, sobre todo, cuando completamente identificado con el protagonista, intuye que, contra toda expectativa, despertarse es morir y quizá prefiere seguir soñando.

El puente, que salva distancias impracticables físicamente para un ser humano, tiene una larga y poderosa carga simbólica, que suele remitir a la conexión de dos mundos separados, como lo son, entre otros, los del acuciante deseo y la letal realidad. Pero ¿qué ocurre cuando el salto nos ahonda más en la reduplicación de lo mismo y los sueños se encadenan? Según Freud, es lo propio de la experiencia placentera, que implica la repetición. Esta peligrosa senda narcisista muy oníricamente arropada es, no hay ni que decirlo, nada productiva, pero de su narcótico légamo regresivo surge el arte, que es siempre descubierto por alguien que, en vez de cruzar un puente, se acoda en su barandilla para mejor contemplar las caudalosas turbulencias bajo sus pies.

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