Literatura borracha
Augusten Burroughs narra el proceso final de un alcohólico. Fernando Marías obliga a vivir desde dentro el horror etílico
Entre los muchos lugares comunes que se cuentan sobre los artistas en general y los escritores en particular está el de la conveniencia de la infelicidad para producir obras sublimes. Esto es, se supone que cuanto más sufra el creador, mejor será su obra. Y dentro de ese perfil del desgraciado marginal y bohemio, la literatura siempre ha estado especialmente unida al alcohol. Hubo antecesores ilustres perseguidos por las temblorosas cucarachas del delírium trémens, como Edgard Allan Poe o Rubén Darío, pero fue a mediados del siglo XX cuando los escritores se entregaron en masa y con suicida alegría a beberse todas las reservas de alcohol que había a su alcance, porque por aquel entonces desplomarte sobre el suelo rebozado en tu propio vómito tenía una especie de aura sofisticada, admirable y artística, vaya usted a saber por qué extraña perversión del gusto y de la moda.
'El mundo se acaba todos los días' es una experiencia intoxicante. Hace sentir el mismo desconcierto que siente el embriagado protagonista
El caso es que la nómina de escritores beodos es, como todo el mundo sabe, interminable. Los hay de todas las nacionalidades (hispanos incluidos, como Onetti o Rulfo) pero los nombres más sonoros son anglosajones: Malcom Lowry, Jack Kerouac, Raymond Chandler, Dorothy Parker, Dashiell Hammett, Scott Fitzgerald, Raymond Carver... De los siete estadounidenses que han ganado un Nobel de Literatura, cinco fueron alcohólicos: Faulkner, Sinclair Lewis, Eugene O'neill, Hemingway y, un poco menos desahuciado pero también ebrio, Steinbeck. Es un récord en verdad despampanante. Ante tanta luminaria de las letras conservada en alcohol, es comprensible que muchos creyeran (y algunos aún lo creen) que el alcohol sirve para escribir, que mejora la calidad y afina la pluma, cuando lo cierto es que el alcoholismo destruye las neuronas y acaba irremisiblemente con el talento, como demuestra un ensayo maravilloso titulado The Thirsty Muse (La musa sedienta), de Tom Dardis, en donde se estudia la trayectoria de Faulkner, Fitzgerald, Hemingway y O'Neill. Por desgracia, el libro no está traducido al castellano, pero lo recomiendo vivamente (se publicó en 1989 en Ticknor & Fields, Nueva York).
Como es natural, y dado que la bebida ha sido una antimusa tan persistente, se han escrito innumerables textos sobre el alcohol. Novelas, cuentos, poemas, piezas teatrales, autobiografías. Hay miles de personajes borrachos en la literatura mundial, pero hoy voy a limitarme a citar dos obras que he leído más o menos recientemente. La primera es un libro de memorias del norteamericano Augusten Burroughs, un autor de 44 años que se hizo famoso con otro volumen autobiográfico, Recortes de mi vida, que era un texto delirante, muy gay y bastante gracioso. Pero creo que yo prefiero este segundo trabajo, En el dique seco, que cuenta, con una notabilísima amenidad narrativa, una historia tan poco amena como el proceso final de un alcohólico, sus intentos de abandonar la bebida, sus visitas cotidianas a Alcohólicos Anónimos, su recaída y descenso a los infiernos. Incluso en el horror, o sobre todo cuando se adentra en él, Burroughs utiliza un sentido del humor desesperado y brillante. Yo diría que lo peor del libro son sus ramalazos de romanticismo amoroso; pero cuando se acerca a lo más duro se mantiene sabiamente alejado del melodrama, cosa que refuerza la capacidad expresiva del texto. Es una tragedia contada en tono menor por un vecino, es una guía de autoayuda para borrachos, es una mezcla excitante de testimonio, relato de ficción y reportaje. Sus observaciones sobre las curas más habituales contra la adicción, su vergüenza ante las típicas fórmulas "soy Fulanito de Tal y soy un alcohólico" o ante ciertos excesos de ñoñería terapéutica, y su asombro al percibir que, pese a todo, esos excesos tan idiotas en algunas ocasiones ayudaban, resultan tan cercanos y elocuentes que te parece estar siendo un testigo directo del proceso. Tal vez no sea un libro primoroso, pero se lee con avidez de voyeur.
El otro borracho importante de este artículo es Miguel Ariza, el protagonista de El mundo se acaba todos los días, una novela estupenda con la que Fernando Marías ganó en 2005 el Premio Ateneo de Sevilla. Ariza, dibujante de cómics, se entera de que una antigua amante suya, popular presentadora de televisión, se está muriendo, y decide viajar hasta un pueblo remoto para encontrarla. Esta anécdota es el punto de partida de un trayecto increíblemente sinuoso, resbaladizo e intenso. Un camino de perdición hipnotizante.
Dicen los críticos que esta novela es un thriller, y es verdad que la historia está llena de suspense y de sorpresas, pero para mí es más bien una experiencia intoxicante. Es decir, es un texto que te hace sentir el mismo desconcierto, la misma percepción borrosa y deformada de la realidad que siente el embriagado protagonista. El lector va cayendo en los juegos de espejos, va bebiendo las palabras como si fueran vasitos de absenta, va descendiendo en interminables espirales por los paisajes opresivos de la alucinación. Fernando Marías, que fue alcohólico durante cierto tiempo, hace ya años (en España ha habido y hay bastantes escritores beodos, aunque prefiero no nombrarlos), ha hecho con su novela justo lo contrario que Burroughs: no nos cuenta lo que es eso, como hace el norteamericano, sino que nos obliga a vivirlo desde dentro, como si nos estuviera dando una entrada preferente para un parque temático sobre el horror etílico.
Son dos aproximaciones distintas, las dos interesantes, aunque personalmente yo prefiero la arriesgada apuesta de Marías, ese viaje mesmerizante a los confines de un mundo que se derrite. He aquí la grandeza de la buena ficción: después de leer esta novela puedo decir que conozco de verdad lo que es el alcoholismo. Yo también estuve con Miguel Ariza en esa orilla.
El mundo se acaba todos los días. Fernando Marías. Alianza. Madrid, 2006. 336 páginas. 8 euros. En el dique seco. Augusten Burroughs. Traducción de Cecilia Ceriani. Anagrama. Barcelona, 2008. 352 páginas. 19,50 euros.
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