Tropezar dos veces en la misma arena
En 1991 el decano de los presos de opinión de África desde la liberación de Nelson Mandela era Abraham Serfaty. Figurar en los guinness de regímenes represores no era algo que gustara a un personaje, no por siniestro menos inteligente y maquiavélico, como Hassan II, que acababa de ser retratado a la luz pública como tirano perverso por el libro-denuncia de Gilles Perrault Nuestro amigo el Rey. El libro, realizado gracias a una investigación llevada a cabo, entre otros, por la esposa del propio Serfaty, Christine Daure, contaba, entre otros horrores, el calvario del grupo izquierdista prisionero en los años setenta por negar la marroquinidad del Sáhara y defender el derecho de su pueblo a la autodeterminación. Este grupo, del que Serfaty era el último testigo que permanecía en las cárceles, había ido progresivamente reincorporándose a la vida ordinaria por el cumplimiento de sus penas o, en algunos casos, por la petición de gracia real que implicaba su retractación y reconocimiento de sus "errores".
El 'caso Haidar' es un paso atrás respecto al proyecto marroquí de prometer autonomía al Sáhara
¿Tiene sentido que la UE ofrezca un estatuto avanzado a Marruecos?
La prisión de Abraham Serfaty incordiaba a Hassan II, que se esforzaba por borrar la imagen que Perrault había difundido con pelos y señales. Estorbaba, porque se acababa de crear un Consejo Consultivo de los Derechos Humanos y de inventar un ministerio dedicado al tema que pretendían lavar la imagen del régimen y que no cumplirían su función mientras Serfaty permaneciera en la cárcel como el preso político más antiguo del continente.
Pero Hassan II tenía a su servicio a un buen prestidigitador fabricante de imágenes, a Driss Basri, que por algo acumuló durante años a su cargo de ministro del Interior el de Información. Como no era fácil sacar de la cárcel a un recalcitrante como el "insumiso" Serfaty, condenado a perpetuidad, y a quien era imposible hacer firmar un documento retractándose de sus ideas, era necesario inventar una fórmula imaginativa que permitiera excarcelarlo sin que supusiera que Hassan II se desdecía de sus principios. Basri la encontró en el baúl de los absurdos: esgrimió que se había descubierto que Abraham Serfaty era ciudadano brasileño pues su padre había disfrutado de esa segunda nacionalidad. Como ciudadano extranjero fue puesto en un avión y exiliado a Francia. No importaba que la nacionalidad marroquí no pudiera perderse bajo ningún concepto. Pero cuando alguien estorba, no importa saltarse la ley.
Aquel disparate tenía su fecha de caducidad. Pocas semanas después de la muerte de Hassan II, incluso antes de la defenestración de su valido Basri, Serfaty retornó a Marruecos amnistiado por Mohamed VI, que incluso lo nombró asesor de uno de sus ministerios.
El paso en falso dado ahora por el propio Mohamed VI con Aminetu Haidar, retirándole su pasaporte marroquí y expulsándola de su tierra por negarse a inscribirse en el formulario de aduana como ciudadana de Marruecos, también tendrá fechade caducidad. Y tanto más corta cuanto que Marruecos se cierre a no comprender las contradicciones en que incurre.
La medida supone no sólo una contradicción con la ley marroquí de la nacionalidad, que, como se ha dicho, no se pierde nunca, sino toda una marcha atrás con respecto al proyecto marroquí de prometer una autonomía amplia para el Sáhara Occidental.
El problema de la autodeterminación de este territorio no podrá solucionarse nunca si Marruecos no empieza por reconocer que la identidad saharaui no sólo existe, sino que tiene derecho a existir. Pretender hacerla compatible con la nacionalidad marroquí es una cuestión de definición de ésta, de concebirla como algo rígido o como la suma plural de identidades que se han desarrollado a lo largo de la historia en el país.
Otra cuestión es que los saharauis acepten o no dicha compatibilidad. Y para que la aceptasen, Marruecos debería ser consciente de que debería usar la única de las seducciones posibles: ir convirtiéndose en una democracia creíble. El caso de Aminetu Haidar demuestra que Marruecos no ha aprendido la lección.
El discurso del rey Mohamed VI de la conmemoración de la Marcha Verde el 6 de noviembre pasado, encerrándose en el falso dilema "patriotismo o traición", busca impedir toda disidencia que pueda amenazar el tan mitificado "frente interior" del unanimismo a favor de la pertenencia del Sáhara a Marruecos. Un frente que se ha visto en la última década resquebrajado por las visitas de periodistas marroquíes a los campamentos de Tinduf y por la expresión de algunas voces discordantes que han llegado a señalar que lo que los saharauis necesitan en primer lugar es el reconocimiento de su dignidad como pueblo, de su especificidad: de lengua, de cultura, de identidad y de historia.
El caso de Aminetu Haidar parece consecuencia de la nueva política que Rabat parece querer imponer. Pero lejos de reforzar la unanimidad nacional que la cuestión del Sáhara provocaba en Marruecos, agrieta aún más ese "frente interior". El editorial del semanario marroquí Le Journal Hebdomadaire ha calificado este episodio de "ilegal, inmoral y estúpido".
Pero ¿qué factores han movido al Rey a este cambio de estrategia, a este retorno al pasado? ¿La visita a los campos de Tinduf de los siete activistas saharauis que fueron enjuiciados militarmente a su retorno? Sería atribuirles demasiado protagonismo. Ya en una visita a El Aaiún en junio pasado, antes del fracaso electoral de los candidatos "oficialistas" en las elecciones municipales, escuché de autoridades que la política de "apertura" ensayada en los últimos años no había dado como resultado más que la intifada de 2005 y que se imponía afirmar el principio de autoridad.
Pero hay más. La política marroquí en el Sáhara no ha impedido que emerja un contrapoder en el territorio, fruto de la radicalización del hecho tribal y de su manipulación por figuras que se han hecho más fuertes y poderosas de lo que Rabat hubiese querido. ¿Acaso se quiere corregir eso? La reestructuración que el monarca ha anunciado del CORCAS, el Consejo Consultivo para el Sáhara, puede obedecer precisamente a ello, a contrarrestar el poder acumulado por ciertas grandes familias saharauis. Operaciones como la de elevar a un saharaui a la presidencia de la segunda Cámara parlamentaria desde su puesto de secretario general del nuevo partido oficialista (PAM) van en esa línea pero no parece que puedan lograr cambiar la imagen de Marruecos en el exterior: la de una autocracia que no sabe lavar su cara.
A nadie se escapa que el caso Aminetu Haidar ha tenido pesadas consecuencias del lado español. Pero más allá de la solución que se le pueda dar, plantea un problema de fondo a la diplomacia española de cara a la inminente presidencia de la UE: ¿tiene sentido ofrecer un estatuto avanzado a Marruecos cuando su sistema político elude la convergencia con Europa en aspectos básicos como la libertad de prensa o los derechos humanos?
Bernabé López García es catedrático de Historia Contemporánea del Islam en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro del Comité Averroes.
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