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Columna
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Género de terror

"En el fondo un nuevo significado equivale a una nueva palabra", escribió Wallace Stevens. Nada que tenga que ver con la violencia de género es nuevo, al contrario, es tan viejo como la humanidad misma; no le corresponden pues palabras nuevas, sino las más ranciamente convencionales. Sólo si desapareciera esa violencia adquiriría su cuestión lingüística un auténtico protagonismo; encontrar una nueva palabra para ese nuevo y pacífico significado de las relaciones de género sería una tarea felizmente prioritaria. Pero estamos muy lejos de ese guión. En éste de la vida misma, la violencia machista no para (en lo que va de año ha aumentado un 2% en Euskadi, con 4.078 mujeres atendidas y dos asesinadas).

Palabras viejas entonces, ¿pero cuáles?, para referirse a esta lacra, dando cuenta no sólo del alcance de su destrucción (una media de 60 mujeres asesinadas cada año y cientos de miles de maltratadas), sino de la energía y la determinación que la sociedad necesita asumir para erradicarla. Me sitúo entre quienes consideran que hablar de terrorismo de género es el modo más adecuado de expresar los dos aspectos: tanto la dimensión del crimen (¿qué mata y hiere y amenaza y amedrenta en nuestro país más que el machismo?), como la conciencia social imprescindible (ninguna violencia preocupa, (con)mueve más que la terrorista) para erradicarlo.

No todo el mundo está de acuerdo, como es natural, con esta terminología. Hay quien considera impropio hablar de terrorismo de género sobre la base argumental (que Belén Altuna expresaba perfectamente en su interesante columna del 25 de noviembre) de que la tipología de ambas violencias no es la misma; de que terrorismo equivale sólo a violencia pública con fines políticos. No voy a insistir en que considero que lo privado es político no sólo en el concepto, sino en la práctica más extendida (innumerables son las regulaciones que afectan a decisiones, en principio, íntimas). Ni en que, a mi juicio, no hay violencia más pública que la de género, no sólo porque es la más presente y encontrable en los edificios, patios, calles de nuestra vida social; sino porque es la primera contra-escuela de valores democráticos o la primera escuela de comportamientos anti-cívicos a la que asisten muchos niños (basta con representarse los cientos de miles de hogares españoles donde eso pasa, donde de eso se aprende) con las nefastas consecuencias sociales previsibles. Y no insisto en ello porque creo que la pertinencia terminológica no la marca en este caso la acción descrita sino la reacción buscada. Entiendo que se habla de terrorismo de género no para confundir los rasgos o las condiciones de ambas violencias, sino para recuperar la indignación y el rechazo ciudadanos que provoca una de ellas y aplicarlos igualmente a la otra. Y creo que hay que seguir diciendo terrorismo doméstico, buscando así no la sinonimia en el crimen sino el compromiso social para erradicarlo.

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