La residencia del prestigio
Saber dónde una determinada sociedad sitúa la residencia del prestigio resulta muy revelador acerca de su verdadera condición. Hay comunidades donde la residencia del prestigio es una ciudadela a la que es imposible acceder desde fuera por grande que sea la acumulación de méritos. Porque los residentes lo son por razón de nacimiento. Pongamos Sevilla, donde a maestrante no se llega, se nace. Siempre que la venida a este mundo haya sido en el seno de una de las familias que a la altura de 1248 participaron con Fernando III el Santo en la toma de la ciudad a los moros. Los demás quedan fuera cualesquiera que sean sus cualidades morales, sus trabajos, sus logros, sus empresas, sus aportaciones, sus caudales, sus excelencias científicas, sus glorias literarias, sus servicios o sus contribuciones benefactoras. Recordemos al ingeniero Jacinto Pellón que, habiendo puesto en pie la Exposición Universal de 1992 en medio del escepticismo reinante, ni siquiera pudo ser Rey Mago en la cabalgata por carecer de la condición ineludible de maestrante.
Hemingway hubiera cambiado el Nobel de Literatura por una vuelta al ruedo en Las Ventas
Pueden encontrarse otros muchos ejemplos de reclusión del prestigio en un área impermeable, blindada. Cabe citar un caso ubicado a larga distancia. Se trata de la ciudad de Manila, donde la cúspide del prestigio social lo forman el último residuo de familias de origen español, que conservan como seña de identidad y de auto reconocimiento la lengua castellana hablada con el más prístino de los acentos. Desde 1898, cuando la Corona española perdió la soberanía sobre las islas Filipinas, en aquel archipiélago se ha generado una historia política, económica, social, empresarial o religiosa muy acelerada. Han surgido personalidades en los campos más diversos, se han creado fortunas, se han extinguido otras, se han sucedido diversos partidos y dictadores pero se ha mantenido invariable ese reducto hereditario como crisol del máximo prestigio social.
En todo caso, en España el prestigio se mide más que en términos personales, en términos familiares y se evalúa en proporción al número de generaciones que se han sucedido dentro de una misma familia sin trabajar. De ahí que todavía resuene aquello de "a esa familia le fue tan mal que algunos se tuvieron que poner a trabajar".
Llegados aquí conviene atender otra perversión que afecta a determinadas personalidades. Son las que alcanzan la cúspide en una actividad pero siguen inconsolables porque tienen puesto su honor en triunfar en otra muy distinta para la que por lo general en absoluto fueron dotados. Al presidente Azaña le hubiera entusiasmado ser un dramaturgo de éxito. Ernest Hemingway hubiera cambiado su premio Nobel de Literatura por dar una vuelta al ruedo en la Plaza de Las Ventas. Hay periodistas que derivaron en novelistas insignes -de Graham Greene a Joseph Roth, de George Orwell a Vasily Grossman, de Evelin Waugh a Gabriel García Márquez-, pero otros que al perseguir el triunfo como novelistas hicieron tanto daño al periodismo como a la literatura. Hay cumbres de la medicina que lo darían todo por mejorar su hándicap en el golf. Hay notarios cuya mayor aspiración sería la crítica taurina. Hay grandes banqueros que sin dudar lo dejaron todo por la poesía. Son ejemplos de ese trastorno bipolar, padecimiento que afecta a los individuos que extravían su ambición y pretenden el triunfo fuera del circuito en el que se les reconoce como excelsos.
En todo caso, aplicarse a un solo objetivo; concentrarse en alcanzarlo; evitar dispersiones; negarse a la duda; desentenderse de las consecuencias que puedan dañar de modo gratuito a los demás sobre todo si por estar inermes son inofensivos; cultivar el mesianismo personal; identificar la buena causa con todo aquello que contribuya al progreso y la prosperidad propia; anteponer la docilidad de los colaboradores a cualquier otra cualidad en principio sospechosa; ejercer el poder sabiendo que el confort del que manda es directamente proporcional a la precariedad e incertidumbre en que se sitúa al que debe obedecer; partir de que la lealtad obliga en un solo sentido, el que va de abajo arriba; administrar en cuidadosas dosis la difusión de la basura ajena, sobre todo en asuntos de especial sensibilidad; en definitiva, identificarse con la definición de Janet Malcolm, según la cual "el periodista es una especie de hombre de confianza, que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, que se gana la confianza de éstas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno". Pasan los años y los amedrentados cantan al extorsionador el Happy birthday to you.
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