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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Más por su dinero

Manuel Rodríguez Rivero

Mientras ojeo (y hojeo: también se puede) en el Sony Touch eReader varios libros de una biblioteca de 200 volúmenes con un peso total inferior a los 300 gramos (la cuarta parte de lo que pesa la última novela de Muñoz Molina), medito en la moda de los libros mamotréticos, último y más sustancioso avatar de la mercancía libresca. Hace una década ya se produjo un terremoto: de repente las novelas crecieron y aumentaron su talla un par de centímetros. Areté, un sello en cuyo alumbramiento tuvo su papelazo mi admirada (y ambiciosa, según Esther Tusquets) Carmen Balcells, fue pionero en la tendencia: tengo sobre mi mesa una novela de Manuel de Lope publicada en 2000 que mide ¡25,5 centímetros de alto! Las estanterías domésticas tuvieron que adaptarse a los nuevos tamaños de los libros o resignarse, con estupefacción inorgánica, a su heterodoxa colocación horizontal. La primera causa (real) del crecimiento fue disimular el aumento de los precios. La segunda, desplazar a otros libros y lograr mayor visibilidad en las mesas de novedades, donde el coste del centímetro cuadrado de exposición es superior al de un ático en San Sebastián con vistas a la bahía. Ahora se imponen los libros gordos, especialmente las novelas. Objetarán mis (improbables) lectores que novelones y tochos los ha habido siempre. De acuerdo, pero no como ahora y todos al tiempo: dense una vuelta por las librerías y compruébenlo. Y más les vale que no se les caigan sobre los delicados deditos de sus pinreles ejemplares de la refundida Tu rostro mañana (Javier Marías, Alfaguara), o de La noche de los tiempos (Muñoz Molina, Seix Barral) o de los Cuentos Completos de Faulkner, Nabokov (ambos en Alfaguara) o Mavis Gallant (Lumen), o del ómnibus de Chandler (Todo Marlowe, RBA), o de las biografías de Goebbels (La Esfera), Himmler (RBA), Unamuno (Taurus) y Michael Jackson (Alba), o de las Memorias de Casanova (Siruela, 2 tomos), o de las estupendas confesiones (Mi siglo, Acantilado), de Alexander Wat. Larsson ha demostrado (también) que en época de crisis la gente escoge más y prefiere los libros gordos, que ofrecen más lectura por menos dinero: con la media de precios en edición normal en el área de los 20-22 euros, el cliente, que ahora se lo piensa más, prefiere un libro grueso cuyo precio sea inferior al de la suma de otras novedades menos abultadas. Cuando hay que apretarse el cinturón la gente tiende a comprar sólo libros que tiene la firme intención de leer: ya tiene en casa otros muchos (intelectualmente) intonsos. De manera que la campaña navideña se ha llenado de centones, mamotretos, novelones, libracos y tochos de todo tipo. Hasta Pérez-Reverte, que siempre escribió más bien largo, ha salido a la palestra para anunciar -quizás con cierta envidia del tamaño de las novelas de sus dos compañeros académicos- que la suya (en marzo) también será obesa. En el mundo del libro se han acabado las liposucciones y se llevan las curas de engorde. Por ahora.

Ex aequo

Continúa gestándose la tormenta perfecta en el bronco contencioso que mantienen la Asociación de Editores de Madrid y la Federación de Gremios de Editores de España. En las dos últimas semanas, y tras la impugnación (aún sin resolver judicialmente) del presidente de la FGEE por parte de la AEM, se ha registrado una frenética actividad a base de almuerzos, reuniones, cartas, captaciones de firma (y voto), propuestas de planes estratégicos y anuncios de congresos sectarios, promesas de que todo va a cambiar para mejor, amenazas de derribo, etcétera. Los más favorecidos son algunos pequeños editores, que disfrutan de los almuerzos gratuitos y, en general, del guirigay montado por sus mayores: nunca se habían visto tan halagados, de manera que si son listos aprovecharán la ocasión para exigir profundos cambios en las respectivas estructuras asociativas. Casi todo el mundo es consciente de que, en el fondo, se trata de una dramática pelea por el control de los órganos representativos de los editores, claro que la elevada temperatura que se percibe en los alrededores del ring no puede explicarse sin recurrir al juego de antipatías personales largamente incubadas. Mientras tanto, el Ministerio de Cultura que los nacionalistas desean suprimir (lo conseguirán si el Gobierno central continúa empeñado en sustraerle presupuesto y peso político) al tiempo que refuerzan sus respectivas consejerías de Cultura, ha reunido al jurado correspondiente, presidido por el (intocable y leonés, como su jefe) director general del Libro, para conceder el premio a la labor cultural editorial de 2009. En esta ocasión ha recaído en las editoriales Marcial Pons y Gadir, ambas muy meritorias. De lo que nadie parece haberse dado cuenta es de que los premios ex aequo devalúan el galardón que pretenden conceder, algo que -a excepción del premio colectivo del año pasado a los sellos que integran el proyecto Contexto, lo que tenía su lógica- no había sucedido en las convocatorias anteriores. Un premio ex aequo suele ser un poco cutre, y no satisface del todo a ninguno de los premiados: como si sí, pero no. Todo lo cual me trae a la memoria una anécdota, probablemente apócrifa, referente al infausto y doblemente vergonzoso Premio Cervantes concedido ex aequo (en 1979) a Jorge Luis Borges y Gerardo Diego. Cuentan que al argentino -que se murió sin recibir el Nobel- le sentó tan mal compartirlo que, cuando se encontró con su cogalardonado español, no pudo evitar espetarle: "Pero decime, al final ¿vos sos Gerardo o sos Diego?".

Cutrejet

Me tranquilicé el otro día al comprobar que los autores de 1.001 lugares que hay que visitar antes de morir (Grijalbo) no habían seleccionado ni una librería ni un quiosco de prensa. Afortunadamente, a ninguno de mis dos establecimientos favoritos (los cines, los auditorios y los hoteles les seguirían en el ranking) se les considera (todavía) lugares pintorescos, exóticos o en vías de extinción. Claro que todo llegará. Por cierto que a algunos de los lugares seleccionados se puede llegar mediante vuelos de compañías low cost. El otro día regresé de Londres (que también sigue ahí, todavía) utilizando los servicios anaranjados de cierta compañía a la que llamaremos Cutrejet. Con su simpático sistema de embarque "tonto el último", que afecta a los pasajeros que se han negado a pagar un impuesto para acceder primero al avión, se arman tales pifostios que no me extrañaría que cualquier día de estos tuviera lugar un homicidio (o una masacre) en el "dedo" por el que corren y se empujan viajeros enloquecidos para obtener un buen asiento en la aeronave. Ya sé que los controles de seguridad impiden que los viajeros introduzcan armas en las salas de embarque, pero también sabemos (gracias a Coppola, como tantas cosas) que se puede matar hasta con la patilla de unas gafas. Y yo las llevo, de manera que Cutrejet debería tomar nota. Más vale prevenir.

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