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La liberación del 'Alakrana'
Columna
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Gestos y principios

Josep Ramoneda

Día a día, los hechos parecen dar la razón a Giorgio Agamben cuando dice que la política "se ha convertido en la esfera de los puros medios, de la gestualidad absoluta e integral de los hombres". La puntual comparecencia del presidente Zapatero para dar cuenta del fin del secuestro del Alakrana testifica el alivio que sintió un Gobierno que ha maniobrado demasiadas veces contra sí mismo en este lamentable episodio. Pero, sobre todo, lleva consigo aparejada la idea de que la imagen del final feliz absuelve los pecados de los gestores de la crisis. Para completar el ejercicio gestual, Zapatero dedicó las palabras más elogiosas al reconocimiento del trabajo hecho por el ministro Moratinos durante el secuestro. Era el mismo día en que le postulaba como candidato al Ministerio de Asuntos Exteriores europeo. Como si la gestión del secuestro del Alakrana mereciera premio.

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Quedan muchas cosas por aclarar y por explicar. Quizás la principal es si la Armada pudo hacer algo más para detener a los 63 piratas que se repartieron el botín a bordo. Pero el poder de lo gestual es tan grande que la oposición -prudentemente callada durante este episodio- deberá medir muy bien el uso político del secuestro que haga a partir de ahora. Las imágenes del reencuentro con los familiares que el próximo fin de semana inundarán el universo mediático jugarán gestualmente a favor de la idea de pasar página.

El PP pensó que el Alakrana podría ser el Prestige del PSOE: el momento del desencanto definitivo de la ciudadanía. Pero intentar ahora poner al Gobierno en apuros por algo que ha acabado relativamente bien, no es fácil. Otra vez la política de la gestualidad: Rajoy lanza su ataque apuntando a tres nombres: De la Vega, Chacón, Caamaño. Tres cabezas que cortar. Pura imagen.

Por lo demás, otra vez chocamos con la gran brecha de la mundialización: los problemas globales se resuelven como si fueran problemas nacionales. La piratería es un negocio bien repartido, que tiene un montón de beneficiarios, desde los propios bucaneros y los seudogobiernos somalíes hasta la organización de Al Qaeda en la zona. No hay una respuesta conjunta de los países afectados. Cada cual va a lo suyo: paga, arma a sus barcos y pasa página, hasta el próximo secuestro.

En medio del ejercicio de comunicación de la buena noticia, Zapatero soltó una frase, que es posible que quede entre los efectos especiales del espectáculo, pero que merecería mayor consideración: "Mi primera obligación -dijo- es salvar la vida de mis compatriotas". Repárese en el detalle: dice compatriotas, no ciudadanos, para dar mayor calor y complicidad a la expresión. No hace falta leer a Hobbes para entender que es función primordial del Estado garantizar la vida de sus ciudadanos, y que precisamente por eso la humanidad ha ido aceptando las renuncias que comporta vivir bajo esta tutela. Por eso, resulta siempre inquietante la tendencia, muy inscrita en la cultura política, de poner en primer plano, siempre que hay vidas humanas amenazadas por un chantaje, la razón de Estado -no ceder a las exigencias de los chantajistas- como principio absoluto, en nombre de la necesidad de proteger al país de males futuros. Estas apelaciones a la suprema razón de Estado, argumento con el que el gobernante se autoriza a suspender cualquier juicio moral, siempre me han parecido una hipócrita cobertura de la incompetencia de los gobernantes. No deja de ser curioso que la misma razón de Estado se utilice como coartada para dejar una víctima a su suerte o para justificar la tortura.

No son las víctimas las que tienen que pagar que el Estado no haya sido capaz de protegerlas. Tampoco son las víctimas, y por extensión sus familiares, las que tienen que determinar las estrategias políticas, porque su situación emocional no es la más adecuada para un juicio objetivo. Pero para tomar las decisiones correctas, el buen gobernante debe ser capaz de hacer un elemental ejercicio de empatía: ponerse mentalmente en el lugar de las víctimas, sin que ello signifique renunciar a la distancia que exige la responsabilidad de la toma de decisiones. El buen gobernante ha de intentar encontrar el punto justo para salvar a las víctimas con la mínima erosión del Estado. Liberar a las víctimas puede, a veces, tener costes muy altos y consecuencias muy graves, pero lo que es seguro es que la muerte de las víctimas nunca será un triunfo del Estado. Por más que se diga lo contrario desde las querencias autoritarias de cierto integrismo de Estado.

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