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¿Un independiente en la presidencia de Chile?

Jorge G. Castañeda

Las candidaturas independientes tienen buena y mala fama en América Latina y otras latitudes. Por un lado, sabemos desde el siglo XIX, que no hay democracia representativa sin partidos, y que toda democracia directa o participativa que vincula al líder más o menos carismático con el pueblo más o menos entusiasta puede llevar al desastre. Por otro lado, sabemos también desde Robert Michel y su tratado clásico sobre los partidos políticos, que estos encierran una tendencia inevitable hacia la burocratización, la esclerosis e incluso la corrupción. Por esta doble razón, las candidaturas independientes, ciudadanas, o sin partido, suelen despertar un gran interés y entusiasmo, y a la vez generan suspicacias y temores de caudillismo o incluso de autoritarismos de corte fascistoide.

El iconoclasta Enríquez-Ominami, un candidato sin partido, se convierte en alternativa
Hay hartazgo de los mismos rostros, el mismo discurso, las mismas políticas

En América Latina han surgido experiencias buenas y malas de ambas índoles. Por ello, existen legislaciones diversas al respecto. En algunos países simplemente se prohíben. Es el caso de Brasil y México, y de alguna manera de Argentina. El autor de estas líneas padeció en carne propia la prohibición mexicana al impedírsele ser candidato sin partido a la presidencia de México en 2006.

En otros países, no sólo están contempladas en las leyes electorales, sino que algunas han dado lugar a éxitos comiciales notables. Los casos más recientes son el de Alberto Fujimori en 1990 y el de Alejandro Toledo en 2000, ambos en Perú. Otro ejemplo es el de Álvaro Uribe en su primera elección en Colombia en el 2002, y si quisiéramos acercarnos ligeramente al norte, la excéntrica postulación del magnate Ross Perrot en Estados Unidos en 1992, que alcanzó el 22% del voto, permitiendo la llegada de Bill Clinton a la Casa Blanca.

Hoy, en América Latina, como en otras latitudes, impera gran desencanto con los partidos políticos existentes, aunque las alternativas no necesariamente se presentan bajo la fórmula de candidaturas independientes. En Venezuela el viejo sistema de Punto Fijo y Acción Democrática -COPEI fue derribado por Hugo Chávez desde mediados de los años noventa-; en Paraguay, el dominio ancestral del Partido Colorado fue clausurado por Fernando Lugo; como dijimos, Uribe terminó de acabar con el tradicional bipartidismo colombiano en 2002, y la inminente y nueva victoria del Frente Amplio en Uruguay probablemente entierre para siempre al bipartidismo de la Suiza de América.

Pero en la mayoría de los casos, cuando surge este rechazo a los partidos y se expresa en una candidatura independiente o en algún otro tipo de movimiento político no partidista, la causa radica en el fracaso económico y social del anquilosado sistema de partidos previamente existentes. Lo extraño del caso chileno, per

-sonificado por la candidatura independiente de Marco Enríquez-Ominami, estriba en una aparente paradoja: el creciente entusiasmo ante su postulación se produce en el contexto de una de las experiencias de gobierno más exitosas de la historia reciente de la región.

Como se sabe, la Concertación ha gobernado a Chile desde 1989 cuando derrotó al candidato presidencial de la dictadura pinochetista en las urnas. Desde entonces, han pasado por el Palacio de la Moneda cuatro presidentes: dos demócrata-cristianos -Patricio Aylwin y Eduardo Frei- y dos socialistas -Ricardo Lagos y Michelle Bachelet-. A lo largo de estos 20 años, la economía chilena ha arrojado, con creces, el mejor desempeño económico de América Latina, superado en el mundo entero sólo por China; una consolidación democrática creciente; una mejora relativa aunque insuficiente de la distribución del ingreso, del patrimonio y de las oportunidades; y una reducción dramática de la pobreza, así como un lugar distinguido y envidiable para Chile en el ámbito internacional.

El candidato de la derecha, por segunda vez, es un empresario de éxito, demócrata (votó por el no a la dictadura en el referéndum del 88) y cuyo programa en el fondo representaría más continuidad que cambio frente a los últimos dos decenios de gobierno de la Concertación. Ante este panorama tan halagador ¿por qué irrumpe Enríquez-Ominami, colocándose, de acuerdo con algunas encuestas, muy cerca del candidato de la Concertación y amenazando con rebasarlo y pasar a la segunda vuelta? Sobre todo, ¿cómo es posible que quien alborote hasta este grado el gallinero chileno sea un joven (36 años) irreverente (poseyendo la nacionalidad francesa ha llegado a decir que lamentaba ser chileno) e ideológicamente ambiguo y provocador como Enríquez-Ominami?

Para empezar, debido a su propio e indudable talento. Es sorprendentemente ágil en el debate y la réplica; y tiene una breve pero brillante carrera como documentalista, diputado y personaje de televisión, a la que se suma su triple herencia política. Marco es hijo biológico de Miguel Enríquez, dirigente del MIR chileno, fallecido en combate con el Ejército de la dictadura pinochetista en 1975; es hijo adoptivo de Carlos Ominami, quien ha sido a lo largo de los últimos 20 años ministro de Economía, dirigente del Partido Socialista y senador; y su madre Manuela Gumucio, posee también una larga trayectoria política; fue una integrante clave de la campaña presidencial de Ricardo Lagos en el 2000.

En segundo lugar, Enríquez-Ominami se ha beneficiado del hastío que la Concertación ha provocado en el seno del electorado chileno. La gente está harta de los mismos rostros, del mismo discurso, de las mismas políticas, por exitosas que hayan sido. Y no lo han sido del todo: si bien a Chile le ha ido mejor frente a la crisis financiera internacional que a la mayoría de los países de la zona, no ha resultado invulnerable. Incluso ya había enfrentado dificultades antes de la crisis, al disminuir sus tasas de crecimiento económico desde 2000 y al comprobar que su muy desigual distribución del ingreso era también notablemente resistente a todo tipo de políticas igualitarias. Los votantes chilenos quieren un cambio. La Concertación no pudo inventar un mejor candidato que Frei, quien a sus 67 años de edad, en caso de ser electo, representaría la tercera ocasión en que un político chileno de ese apellido ocupara La Moneda. No se trata precisamente de un soplo de aire fresco. Por otra parte, el megaempresario Sebastián Piñera, por sensato y demócrata que sea, padece de un defecto importante, ajeno a su persona y simultáneamente indisociable de ella: entregarle la presidencia concentraría en un solo individuo el poder político y el poder económico, algo que incluso en un país tan partidario del libre mercado como Chile puede antojarse indigerible.

En tercer lugar, al negarse a celebrar primarias para elegir a su candidato presidencial, tal y como lo había hecho en dos ocasiones anteriores, la Concertación le entregó en bandeja de plata a Enríquez-Ominami el sentimiento antiestablishment y antipartido que prevalece en toda sociedad latinoamericana. Enríquez-Ominami no tiene partido pero sí cuenta con miles de partidarios. Se ha convertido en uno de los candidatos independientes de mayor éxito en América Latina, pase lo que pase, gracias a este último error de la Concertación, que seguramente nunca consideró que se trataba de un desacierto, y mucho menos de un autogol.

¿Se quedará en la raya Marco Enríquez-Ominami? Es muy posible que sí. Algunas encuestas lo muestran casi empatado con Frei; otras, ligeramente rezagado. Asimismo, ciertos sondeos sugieren que representaría una alternativa más poderosa contra Piñera en segunda vuelta que el propio Frei, ya que los votantes de la Concertación podrían ser más proclives a votar por Enríquez-Ominami que los de este último a hacerlo por Eduardo Frei. Si el joven iconoclasta sigue destacando en los debates como lo ha hecho hasta ahora; si no se le secan las fuentes de financiamiento -un riesgo innegable, sobre todo al final de una campaña-; si no se tropieza con sus réplicas improvisadas y en ocasiones irreflexivas, con su tendencia a evadir definiciones de sustancia, y con sus lazos estrechos y no del todo aclarados con La Habana, a través del empresario Max Marambio, puede convertirse en el próximo presidente de Chile. Pero aunque se le pueda reprochar su falta de experiencia, de apoyos legislativos y de equipo de gobierno, su llegada a La Moneda, por alcanzar un sórdido 20% de votos, sería un gran acontecimiento para toda América Latina, pero sobre todo para Chile, un país que no es aburrido pero donde hoy los chilenos se aburren. Marco los sacudiría.

Jorge Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores de México, es profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York.

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