La eficacia de la solidaridad
Los datos publicados sobre la evolución de la política de garantía de ingresos en Euskadi no dejan lugar a dudas. Ampliamente arraigadas en un sector de la población, es de esperar que arrecien las críticas a prestaciones como la Renta de Garantía o las AES. El fraude, la transferencia de recursos hacia la población inmigrante e incluso la percibida ociosidad de la población beneficiaria son temas recurrentes desde hace tiempo en el debate popular.
Dudo que a los más críticos les baste con que se señale que las tendencias actuales tienen sencilla explicación. Una parte decisiva del incremento en el número de beneficiarios se asocia a la integración en las políticas de rentas mínimas de los complementos forales para pensionistas. El otro aspecto determinante es, por supuesto, la crisis. No se trata sólo de que aumente el número de parados sin subsidio; también desciende el número de personas que en cada hogar consigue mantener un empleo, un problema grave en familias cuyos miembros no acceden sino a trabajos mal remunerados. ¿A quién le sorprende que, en estos casos, la población inmigrante sea la más afectada?
La política no puede abdicar de las convicciones que le dan auténtico sentido
Tampoco se aplacarán los reproches apelando a principios utilitaristas, resaltando los costes de una economía no solidaria. Sería sin embargo correcto mencionar la relación existente entre pobreza y aumento de la incidencia de problemas como el fracaso escolar, la violencia juvenil, la delincuencia, la depresión o el alcoholismo.
En realidad, ni siquiera resultará relevante apelar a la rentabilidad social del gasto realizado. ¿Tendría realmente importancia recordar que paliar y, en muchos casos, prevenir los efectos de la pobreza en alrededor de un 5% de la población vasca no ha costado nunca hasta ahora más de un 0,35% del PIB?
Quizás sea mejor, por tanto, acercarse directamente a los datos desde los principios y las convicciones. Concebido en la Euskadi que surge de la reconversión industrial, conviene no olvidar el sentido original del entonces llamado salario social. Desde un compromiso con los valores de una sociedad solidaria, su objetivo principal no era otro que garantizar a la población unos recursos económicos suficientes en situaciones de necesidad.
A la vista de lo sucedido en los últimos 20 años, no hay razones para renegar de aquellos valores. La proporción de personas en situación de pobreza real ha caído de forma continuada desde 1986 hasta la crisis de 2008, sin que esto haya impedido el acceso creciente al bienestar del resto de la población. A largo plazo, el acceso al empleo también ha ido en aumento en este periodo, incluso entre los beneficiarios de las rentas mínimas. La política de estímulos al empleo en este colectivo ha tenido mejores resultados que en países como Francia.
No se trata por supuesto de ocultar las disfunciones y las posibilidades de mejora. Pero la cuestión fundamental sigue reduciéndose todavía hoy a considerar o no válida la convicción básica en la que se han inspirado hasta ahora las políticas de rentas mínimas en Euskadi: la idea de que una sociedad democrática tiene que aspirar a garantizar a todos sus miembros una vida digna, también en el ámbito de los ingresos y las condiciones materiales de vida.
El debate actual sobre las prestaciones sociales no debe perder de vista esta cuestión esencial. La política no puede abdicar de las convicciones que le dan auténtico sentido. Esa política, la única que merece la pena escribir con mayúsculas, debe perseverar.
Luis Sanzo es sociólogo
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