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PUNTO DE OBSERVACIÓN | OPINIÓN
Columna
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Alguien que haga algo

Soledad Gallego-Díaz

El próximo jueves día 19, por la noche, sabremos oficialmente quién ha sido designado primer presidente o presidenta del Consejo de la Unión Europea y quién es el primer ministro de Asuntos Exteriores que nombra la UE en su conjunto. La peor de las decisiones posibles sería la que proponía, cínicamente, un antiguo embajador británico en Bruselas: "Aquí no se trata de méritos personales, sino de una simple operación que equilibre intereses políticos y nacionales".

Digan lo que digan los expertos y burócratas de la UE, los europeos sí necesitamos a alguien con méritos personales al frente de la Unión. Quizá no es imprescindible que sea famoso o famosa, quizá podamos aceptar alguien con una cierta imagen funcionarial, pero, desde luego, nunca a una persona que no tenga méritos para ello. Jean Monnet, dicen quienes abogan por un presidente de bajo perfil, parecía más bien un circunspecto exportador de vinos (lo que en realidad había sido) y, sin embargo, fue uno de los constructores de la Comunidad Europea. Es cierto, pero nadie que haya leído su biografía puede pensar que Monnet fue alguien de bajo perfil o de pocos méritos personales.

No podemos aceptar que presida la UE quien no tenga méritos. Una cosa es avanzar despacio, y otra, estar muerto

Monnet fue justamente todo lo contrario: sin haber realizado jamás estudios universitarios, fue nombrado a los 31 años secretario general de la Liga de Naciones y tuvo suficiente carácter como para dimitir a los 35, por desacuerdo con su organización. Si algo distinguió a Monnet fue, precisamente, su convicción, repetida en todos sus escritos, de que hay dos clases de personas: las que quieren ser alguien y las que quieren hacer algo. "Yo quiero estar en la segunda categoría: hay menos competencia", ironizaba.

Europa necesita, efectivamente, un o una presidenta que no se preocupe por ser "alguien", sino por hacer algo. No se trata de una estrella mediática que "pueda parar el tráfico en cualquier capital europea", como llegó a proponer el ministro de Exteriores británico, David Miliband, sino de alguien con capacidad de análisis en momentos de crisis, alguien a quien podamos rendir homenaje dentro de unos años como la persona que hizo frente a las tendencias centrífugas de la Unión y que representó el espíritu de las últimas palabras de Jean Monnet: "Continúen, continúen. No hay otro futuro para los pueblos de Europa que la unión".

Para cumplir ese papel hace falta alguien excepcional políticamente. Alguien con una gran inteligencia al servicio de una convicción, como se decía en los últimos años cuarenta y primeros cincuenta de los políticos que impulsaban la construcción europea. Para poder convencer, hay que estar convencido, y ése es el primer requisito que se debe exigir al nuevo presidente o presidenta de la UE: creer que el proceso de unión debe seguir adelante. Quizá habrá que respetar un ritmo muy pausado; pero una cosa es avanzar despacio, y otra, estar muerto. Los ciudadanos no aceptan los cambios más que por necesidad, decía Monnet, y "no ven la necesidad más que en la crisis". Atravesamos una crisis formidable, y sería lamentable que, por primera vez, no contáramos con los políticos europeos capaces de estructurar esos cambios.

El nombramiento de un presidente de la UE, por mucho que se quiera reducir a un gesto puramente burocrático o exclusivamente simbólico, es un momento significativo en la historia de la UE. Ojalá los 27 jefes de Gobierno y de Estado reunidos en la cena del jueves 19 no echen todo a perder con una decisión mezquina. Sea quien sea, ojalá no se trate de alguien que crea que su trabajo es el de un manager, un gerente o administrador, el perfil que se atribuye, por ejemplo, al primer ministro belga, el conservador católico Herman van Rompuy. Ojalá tampoco sea alguien con hambre de poder, como Tony Blair. Ojalá aparezca alguien con méritos y carácter que haya leído y admire las memorias de Monnet.

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