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Reportaje:DOMINGO DE AVENTURA

Las cigüeñas de Marraquech

Jacinto Antón

"¿No has visto las aves sujetas en el aire del cielo? Sólo Dios las sostiene. Ciertamente hay en ello signos para la gente que cree". Recordé las palabras de la sutra 16 del Corán, que nos encantan a los amantes de los pájaros pues justifican la afición, observando emocionado el gran espectáculo otoñal de las cigüeñas desde la terraza del riad Al Mansoura en la kasba de Marraquech, junto al viejo cementerio judío. Ante mi vista se extendía el maravilloso y caótico paisaje de los terrados de la laberíntica ciudad vieja. Un gato sarnoso, ropa tendida, un improvisado gallinero en las alturas, montones de desechos, uralitas. Más allá la altiva torre de la Koutoubia, la prohibitiva Mamounia, las murallas rojas, los palmerales y en el horizonte las estribaciones del Atlas. Las cigüeñas (belarej), decenas de ellas, con sus enormes nidos en los palacios de El Badi y la Bahia -en el Magreb se las respeta, son incluso marabuta, sagradas, y dañarlas es blasfemo, qué cosa-, volaban a mi alrededor llenando el increíble cielo azul de la tarde de una belleza sobrecogedora. Una particularmente grande pasó a sólo unos metros balanceándose en el aire como una esbelta bailarina del éter de largas patas rojas y se posó con increíble elegancia en el alminar vecino. Fue uno de esos momentos únicos en los que la vida parece escribirte poesía directamente en el corazón.

El contraste con el resto de la jornada no podía ser mayor, pues lo había pasado muy mal. Yo ya temía que ir con dos alborotadas adolescentes, mis hijas, a visitar unos días Marraquech iba a ser estresante. No sólo porque siempre me pongo en lo peor, actitud que facilita afrontar las penalidades cuando llegan dado que ya las sufres por adelantado y es como si se desgastaran, sino porque para mí todo el mundo norteafricano (y de hecho, para qué engañarnos, el mundo en general) es un inmenso Blad-el-Juf, un "país del miedo", como denominan los árabes al Hoggar, donde precisamente están ahora un grupo de amigos viajeros de verdad -Xavier, Lluís, Agustí y Jaume- a los que estuve a punto de unirme en un temerario arrebato aventurero afortunadamente transitorio. Ya escribió Saint-Exupéry que el Sáhara no se entrega a amantes ocasionales.

Siempre que bajo al moro, por usar la expresión generacional, pienso que me secuestrarán los tuareg, acabaré con una gumía entre los omoplatos o de servicio en un harén, más menguado que el hombre de Musil. Dirán que es absurdo y estúpidamente estereotipado, y que en realidad el de allí al sur es un mundo estupendo, muy exótico y romántico, con sus hammam, sus alfombras, sus cafeterías, los azules jardines de Majorelle, el cuscús, el cafard, Morocco, L'escadron blanc, Josep Piera, los chasseurs d'Afrique, el love as burning as Sahara's sands, etcétera. Pero no me cura de la aprensión ni leer a Juan Goytisolo. Así que cuando las chicas me regalaron astutamente por mi cumpleaños un viaje (que las incluía a ellas, claro) a Marraquech en lugar de la casa nido para el autillo, me llevé las manos a la cabeza. No podía ser al menos a Venecia, supliqué. "No, que no queremos ver museos contigo, sino comprar pulseras", fue la despiadada respuesta. No me sirvió ni fingirme enfermo. Por tanto, un buen día de la semana pasada ahí estaba yo en pleno dédalo polvoriento de los zocos con dos jovencitas que contravenían con su indumentaria todas las normas de la decencia musulmana y buena parte de las nuestras, y que regateaban con los curtidos vendedores con la soltura de dos veteranos de los regulares de Melilla especialmente deslenguados. A veces me pregunto qué educación les dan en la escuela. Y eso que antes de salir les había impartido varias sesiones de cultura islámica y hasta les había traído a colación a Avicena.

Lo peor es que cuando las chicas y los mercachifles llegaban a un punto muerto en sus ásperas negociaciones, se giraban todos hacia mí pidiendo mediación. Ellas se expresaban con palabras que harían enrojecer a un meharista rijoso, apelaban a mi condición de padre y adulto (algo que ciertamente no han respetado en su vida) y ellos, los comerciantes, exigían que las hiciera callar, me portara como un hombre y las encerrara en algún lugar especialmente oscuro y mal ventilado. Yo trataba de mantener la calma e incluso un punto de falso aplomo mientras pensaba en enviarlas internas a Suiza en cuanto volviéramos a casa, como propone juiciosamente su madre.

Llegamos a Djemaa-el-Fna después de largas horas y dejando un rastro de desafección, rencor y desencuentro cultural que ríete tú del desembarco de Alhucemas. Me pareció un alivio ver en la plaza las cobras y víboras de arena de los encantadores: estaba entre seres venenosos, pero sensatos. Trataba de tranquilizarme con el familiar reptar escamoso de los ofidios cuando un grito a mi espalda me heló la sangre: "¡J... mono!". Pensé que de ésa no nos salvaban ni los 300 fusiles del capitán Bonnafous, de los pelotones de Atar. Pero resultó que a una de mis hijas la había mordido un macaco de los que pasean sus entrenadores para hacer fotos con los turistas y que ella, en su arrebato consumista, pretendía comprar. Hasta ahí habíamos llegado. A ver si además de provocar la yihad de los mercaderes íbamos a pillar una zoonosis. Le dí una colleja al mono, les pegué una bronca de aquí te espero a las chicas y, enarbolando mi baqueteado ejemplar de Beau Geste, las hice formar en columna, al estilo de la Legión Extranjera en marcha desde Sidi-bel-Abbès con el tono del endemoniado Lejaune, el malo de la novela de P. C. Wren: "Garde a vous! Pour défiler! En avant! Marche!". Pensé que las había metido en cintura, además de demostrarles, una vez más, la utilidad de las novelas de aventuras, pero luego descubrí que su sumisión era sólo fingida y que intimidaban a los vendedores diciéndoles que yo había sido legionario...

Acabé confinándome a mí mismo en la terraza de nuestro riad, atrincherado como si estuviera en el fuerte Zinderneuf, imaginando troneras ocupadas por camaradas caídos y pensando que no me podía haber ido peor en el Hoggar, aun pisando un alacrán. Entonces iniciaron su danza las cigüeñas y todo el viaje cobró sentido. Yo había ido por eso, incluso había nacido para verlo. En medio del carrusel alado recordé que las cigüeñas no sólo son aves de buen augurio y emblema del viajero, sino símbolo de la piedad filial porque se cree que alimentan a sus padres en la vejez. ¡Qué gran ejemplo para la juventud!

Una cigüeña y su nido en un minarete en la medina de Marrakech, desde el <i>riad</i> Al Mansoura.
Una cigüeña y su nido en un minarete en la medina de Marrakech, desde el riad Al Mansoura.J. A.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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