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Columna
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Hechos, no palabras

Josep Ramoneda

El mal es el abuso de poder. Y el abuso de poder está en actos tan dispares como maltratar a la mujer, tiranizar a los empleados, estafar a los demás o usar un cargo público en beneficio propio. La democracia es un invento frágil que tiene entre sus principales funciones combatir el abuso de poder en el ámbito de lo público. Por eso contempla la posibilidad de cambiar los gobiernos de forma incruenta por sufragio universal, la separación de poderes en busca de contrapesos para controlar mejor a los gobernantes y, sobre todo, la libertad de expresión para garantizar que nada ni nadie quede fuera de la crítica. La corrupción política es un hecho tan viejo como el poder político. Hay regímenes que son corruptos en sí mismos: como cualquier forma de dictadura en que el abuso de poder es la norma. En la democracia, la corrupción está expuesta a diversos mecanismos de control: las leyes, la justicia, la opinión pública. La corrupción es más visible.

El poder burocrático de los partidos hace una criba que prima la obediencia sobre el talento. Es una forma de corrupción

Los momentos de crisis económica y de desgaste de los proyectos políticos son propicios para que los escándalos de corrupción lleguen a las portadas de los medios. La ciudadanía, sensibilizada por los padecimientos de una crisis que provocó la irresponsabilidad de una parte del poder económico, se irrita más fácilmente ante la utilización de cargos públicos para beneficios privados. Un escándalo de corrupción, para tener impacto, necesita que coincidan tres factores: denuncia apoyada por la prensa, actuación judicial y disposición de la ciudadanía a sospechar de los acusados. En los momentos de euforia, porque un gran proyecto político se pone en marcha o porque la economía va a un ritmo que tapa todas las miserias, los casos de corrupción quedan más a beneficio de inventario.

La derecha, con menos escrúpulos formales con la cuestión del dinero, procura restar importancia a los casos, tratándolos como accidentes de recorrido a los que todos estamos expuestos. Es lo que intenta hacer CiU, buscando un perfil que le permita que el vendaval de la corrupción no le desvíe de la corriente de cambio en que se siente instalada. Lo del PP en España es mucho más siniestro: el PP tiene siempre una sola preocupación: salvar a los suyos. Y ahora lanza una batalla contra el sistema judicial de escuchas en un intento de conseguir la nulidad de los juicios que le afectan. Esta manera del PP de luchar contra la corrupción también es corrupción, porque se sustenta en la búsqueda de la impunidad. La izquierda, por su parte, es más pacata, organiza grandes misas y lanza grandes promesas de no volver a pecar, aunque después todo siga igual, quizá porque siempre le ha costado más asumir la maldad natural de los humanos.

La corrupción política es cosa de dos: el que paga y el que cobra, el corruptor y el corrupto. La ciudadanía tiende a mirar hacia el corrupto, por esta injusta doble moral que reina según la cual lo privado es objeto de un escrutinio moral mucho más laxo que lo político. Es ideología dominante que el dinero es la medida de todas las cosas y que todo vale para conseguirlo. En una sociedad en que se ha instalado la idea de que el impuesto de sucesiones, el único realmente redistributivo, es un expolio, ¿vamos a escandalizarnos ahora porque algunos practiquen el ventajismo en el cargo público? La hipocresía va por barrios. Y miente el que prometa resolver definitivamente el problema de la corrupción.

Pero la responsabilidad de los partidos es grande. Una de sus principales tareas es la selección de personal adecuado para las responsabilidades de gobierno. Y en esta función hoy no son eficientes. El poder burocrático de los partidos -con el control de las listas como arma para la servidumbre, como Rajoy acaba de recordar- hace una criba que prima siempre la obediencia sobre la capacidad, el oportunismo sobre el talento. Esto es también una forma de corrupción y los resultados están a la vista: ausencia de proyectos políticos y apoteosis de la sospecha. Sin grandes disculpas y sin alharacas, los partidos pueden demostrar con los hechos que son capaces de enmendarse. A estas alturas, ya sólo con hechos concretos convencerán a la población. En Cataluña, tienen el año próximo una oportunidad de demostrar que su voluntad de hacer mejor las cosas es real. ¿Cómo? Pactando entre ellos una campaña electoral de bajo coste y alto contendido político. Sería el mejor remedio contra la desafección.

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