Pasión en la Casa Blanca
Los Obama se besan, se tocan y flirtean en público. Quizá quieren airear su afecto, lo unidos que están. O quizá se aferran uno a otro para navegar por unas aguas nuevas e inseguras
De nuevo un atardecer de Washington, de nuevo una caravana, de nuevo una velada íntima ante los ojos del público. El 3 de octubre, Barack y Michelle Obama fueron a un restaurante de Georgetown para celebrar su 17º aniversario de boda. Su elegancia se ve hasta en las oscuras fotografías tomadas por transeúntes y colgadas en la Red: el presidente, de traje y sin corbata; la primera dama, con un vestido con la espalda al aire.
Cinco días antes, el presidente lamentaba en qué se han convertido las noches en las que sale con su esposa. "Creo que la única vez, en el tiempo que llevamos en la Casa Blanca, que me ha...". Hizo una pausa tan larga que Michelle Obama, sentada a su lado, le inquirió: "¿Que te ha qué...?".
Los Obama admiten que el matrimonio ha tenido rachas de tensiones internas por la actividad política de Barak
"Irritado", respondió el presidente.
"¡No lo digas!", advirtió medio en broma la primera dama. "Oh, oh".
"Fue cuando llevé a Michelle a Nueva York y la gente lo convirtió en un problema político", continuó, refiriéndose a la noche, la pasada primavera, en la que volaron a Nueva York para ir a cenar y al teatro, y fueron objeto de las pullas republicanas por gastar dinero público en su propio ocio.
Estábamos en el Despacho Oval y llevábamos casi 40 minutos de conversación sobre su matrimonio. Bajo la mirada observadora de tres ayudantes, los dos estaban sentados a unos cuantos metros de distancia en unos sillones de rayas a juego que les daban más aspecto de jefes de Estado que de marido y mujer, mientras hablaban del efecto que ha tenido la presidencia en su relación.
"Si no fuera presidente, me encantaría subirme al puente aéreo con mi mujer para llevarla a una obra en Broadway, como le prometí durante la campaña, y no habría ningún lío ni habría fotógrafos", dijo el presidente. "Me gustaría muchísimo". Y prosiguió: "La idea de que no podía salir con mi mujer sin convertirlo en una cuestión política no me hizo nada feliz".
Aquí todo se politiza, dije.
"Todo se politiza", repitió muy despacio. Luego dijo: "Lo que más valoro de mi matrimonio es que está al margen y aparte de muchas de las tonterías de Washington, y Michelle no forma parte de esas tonterías".
Tal vez no. Pero, desde que él se presentó por primera vez a unas elecciones, en 1995, Barack y Michelle nunca han dejado de luchar con las dificultades de combinar la política y el matrimonio: cómo vivir con las largas ausencias, la falta de intimidad, los estereotipos sobre los papeles de los dos sexos y las normas sofocantes que se generan cuando la opinión pública se inmiscuye en las relaciones privadas.
"Ésta es la primera vez en mucho tiempo que hemos vivido los siete días de la semana en la misma casa, con el mismo horario y las mismas costumbres", destacó Michelle Obama (hasta noviembre del año pasado, no habían compartido todo el tiempo un mismo techo desde 1996, dos años antes de que naciera Malia). "Para mí ha sido un alivio mucho mayor del que imaginaba".
No pasaban tanto tiempo juntos prácticamente desde sus primeros años. Muchos días despiden a Malia y a Sasha cuando se van al colegio, hacen ejercicio juntos y no empiezan sus actividades oficiales hasta las nueve o las diez de la mañana. Además, Barack y Michelle forman un equipo político mucho más cohesionado que nunca.
Eso no quiere decir que ejerzan una co-presidencia, ni mucho menos. Pero sus objetivos están cada vez más entrelazados: Michelle habla sobre la reforma sanitaria, reflexiona en privado con el presidente sobre los candidatos al Tribunal Supremo y le sirve de asesora sobre asuntos de personal y de opinión pública.
Les pregunté cómo una pareja puede tener una relación de verdadera igualdad cuando uno de los dos es presidente.
Michelle Obama dio una especie de pequeño resoplido, como indicando asentimiento, y la fluida coordinación de sus respuestas se detuvo por un instante. "Bueno, en primer lugar...", empezó el presidente. Su mujer le miró, con aspecto de sentir curiosidad sobre la respuesta que iba a dar a la pregunta. "Ella tiene...", empezó él, y volvió a interrumpirse. "Lo diré con cuidado", dijo, y volvió a hacer una pausa. "A mi equipo le preocupa mucho más lo que piense la primera dama que lo que piense yo", dijo por fin, entre las risas de todos los presentes.
Como la pregunta estaba aún sin responder, intervino su esposa: "Está claro que lo que nos guía son las decisiones profesionales de Barack. No son mis decisiones; eso es evidente. Estoy casada con el presidente de Estados Unidos. No tengo otro trabajo, y sería un problema tenerlo en esta situación. Así que... no se puede ni medir eso". Añadió que en sus vidas privadas son mucho más iguales, en cómo llevan la casa, cómo educan a sus hijas, sus decisiones en general.
Un día de la primavera pasada entré en el apartamento de Hyde Park, en Chicago, que compraron los Obama cuando se casaron. Su piso tenía unos cuantos toques atractivos: una chimenea con azulejos verdes, un comedor con elaborada carpintería de madera y un pequeño porche detrás (donde Michelle dejaba fumar a su marido, según me contó una amiga). Pero el piso era estrecho y estaba viejo. El Agujero -así llamaba Michelle al diminuto y oscuro despacho de su esposo- hacía honor a su nombre.
Barack acabaría aprendiendo a manejarse en el Senado estatal de Illinois, un escaño que obtuvo en 1995, pero las primeras cosas que contó en casa fueron desoladoras: los republicanos controlaban la Cámara, las leyes que proponía él no recibían ni un mínimo de atención e, incluso, algunos demócratas le tomaban el pelo por su nombre.
A medida que fue oyendo historias de la capital del Estado, Springfield, Michelle aprendió que "leyes que eran buenas desaparecían de la noche a la mañana por motivos políticos", según me contó hace poco Valerie Jarrett, una de las mejores amigas de los Obama y una de las principales asesoras del presidente. Michelle se sentía mucho más frustrada por aquello que su marido, según Jarrett. "Él es pragmático", dice. Michelle "adopta una posición muy de principios, y cree que todo el mundo debe actuar como es debido".
Al tiempo que la carrera de Barack no avanzaba exactamente como esperaba, Michelle no parecía tener claro qué quería hacer profesionalmente. Había aceptado un puesto como organizadora de voluntarios entre los estudiantes de la Universidad de Chicago. Cuando fue madre, en 1998, tuvo la tentación de quedarse en casa, pero las presiones económicas la obligaron a trabajar.
"Michelle decía: 'Tú estás todo el tiempo fuera y estamos en la ruina", recordó el presidente. "¿Qué salgo ganando yo?". Empezó a trabajar en el Centro Médico de la Universidad de Chicago.
Además de atender su escaño en Springfield y enseñar Derecho en la Universidad de Chicago, Barack Obama presentó por primera vez su candidatura a un escaño de ámbito nacional, frente a Bobby Rush, un popular congresista de Chicago. La campaña supuso más tensiones para los Obama. Da la impresión de que, al principio, Barack vio sus ausencias como algo que había que soportar, igual que de niño había tenido que vivir lejos de su madre.
Les pregunté hasta dónde habían llegado esas tensiones. "A mí me sirvió para abrirme los ojos sobre lo difícil que es el matrimonio", contestó la primera dama con una risita. "Cuando uno empieza, nadie se lo dice. Sólo te preguntan si le quieres y cómo es el vestido".
Les pregunté más directamente si su matrimonio había estado a punto de romperse.
"Eso es exagerar", dijo el presidente. "Pero no quito importancia al hecho de que fue una época difícil para nosotros".
"¿Alguna vez fueron a algún consejero matrimonial?", les pregunté.
La primera dama miró con solemnidad al presidente. Él dijo: "Creo que para nosotros era importante resolver la situación... En ningún momento tuve miedo de que se rompiera nuestro matrimonio. Hubo momentos en los que tuve miedo de que Michelle no... de que se sintiera desgraciada".
"Lo que menos queremos proyectar es la imagen de una relación perfecta", dice Michelle Obama. "Es injusto para la institución del matrimonio, y es injusto para los jóvenes que están tratando de construir algo, proyectar una perfección que no existe".
La derrota abrumadora que sufrió Barack Obama a manos de Rush la considera, vista en la actualidad, un fracaso político constructivo, el momento en el que se deshizo de cierta ensoñación y cierta soberbia y se convirtió en un competidor más astuto. Para los Obama, aquel periodo también supuso un fracaso constructivo personal, porque les obligó a afrontar unas diferencias que venían de atrás.
Michelle aceptó que no iba a tener un matrimonio convencional y que su marido iba a estar fuera de casa gran parte del tiempo. "Yo quería cierto tipo de modelo, y nuestras vidas no encajaban en él", me contó en Iowa durante un almuerzo en el verano de 2007. "Lo que necesitaba era algún apoyo. No tenía por qué ser Barack".
La madre de Michelle, Marian Robinson, ofreció una ayuda crucial y se encargó de recoger muchas veces a Malia y a Sasha en el colegio. Los mejores amigos de los Obama -médicos, abogados, gente con doctorados- también tenían matrimonios en los que los dos trabajaban y tenían hijos. Así que crearon una especie de kibutz urbano intergeneracional, un colectivo en el que compartían comidas, trayectos en coche y actividades de fin de semana.
A diferencia de muchas esposas de políticos, Michelle no estaba casi nunca sola. Y solía evitar los actos públicos. "He tenido que descubrir cómo crear el tipo de vida que quiero tener al margen de lo que es y lo que desea Barack", dijo a The Chicago Tribune durante la campaña de 2004 para el Senado. Durante aquella campaña, Michelle siguió mostrándose un poco reacia: al principio, llegaron al acuerdo de que, si él perdía, se retiraría por completo. "Fue un compromiso", me contó Marty Nesbitt, uno de los mejores amigos del presidente. "OK. Un. Intento. Más", explicó, golpeando con cada palabra en una mesa auxiliar.
Cuando empezó a verse claramente que Barack podía convertirse en el tercer senador afroamericano desde la Guerra de Secesión, Michelle ya protagonizaba sus propios actos. "Se dio cuenta verdaderamente de que quizá éste era el destino del que todo el mundo hablaba sin cesar", dice Kevin Thompson, amigo y antiguo colaborador.
Dos años después de la campaña para el Senado, a pesar de que aún tenía algunas reservas, ayudó a su marido a definir sus razones para presentar su candidatura a la presidencia. En un día de otoño de 2006, los Obama fueron a la oficina en Chicago del consultor David Axelrod para valorar si Barack debía dar el paso adelante.
"¿Qué crees que podrías hacer tú y los otros candidatos no?", preguntó Michelle, según Axelrod. "Cuando jure mi cargo, habrá niños en todo el país que ahora no creen que tienen abiertas todas las puertas, y que verán que pueden ser cualquier cosa que se propongan ser", replicó Barack. "Y creo que el mundo mirará a Estados Unidos de forma un poco distinta".
En comparación con otras parejas presidenciales, los Obama parecen extraordinariamente dispuestos a besarse, tocarse y flirtear en público. Quizá quieren airear su afecto, lo unidos que están. O quizá se aferran uno a otro para navegar por unas aguas nuevas e inseguras. "Parte de lo que se dan mutuamente es una seguridad emocional", explica Jarrett.
En muchos aspectos, los Obama han convertido la Casa Blanca en un refugio, con fines de semana llenos de películas, partidas de scrabble y actuaciones de las niñas. Se han rodeado de los que les conocen mejor: Marian Robinson, la madre de la primera dama, se ha ido a vivir con ellos. Marty Nesbitt y su mujer, la doctora Anita Blanchard, alquilaron una casa cercana para pasar el verano, y Maya Soetoro, la hermana de madre del presidente, acaba de trasladarse con su marido desde Hawai.
Los Obama tienen todavía cuarenta y tantos años, y da la impresión de que abordan la grandeza y los rituales de su nuevo hogar con una especie de distanciamiento irónico. A Michelle le da risa ver a Barack en el Despacho Oval, según me contó. "Pienso: '¿Qué haces aquí?", dijo mientras indicaba la mesa del presidente. "¡Levántate!"
"Se le da bien pinchar el globo", dijo él, y hacerle sentir que es la misma persona que era hace cinco o diez años.
Aunque los Obama se proporcionan mutuamente continuidad, su propia relación está sufriendo unos cambios fundamentales. Michelle Obama ha pasado de ser una escéptica política a ser una compañera política y, de ahí, a ser una mujer con una agenda propia en la Casa Blanca y unos índices de popularidad superiores a los del presidente.
Cuando le pregunté en qué medida influían sus análisis en las ideas del presidente, la primera dama pareció irritada. "Me interesan muy poco muchas de las decisiones difíciles que está tomando", contestó, alargando el "muy". "¿Para qué voy a querer dedicarme a la política? Nunca he querido tener que estudiar la estrategia política".
Al día siguiente, Susan Sher, la jefa de gabinete de Michelle, me preguntó: "¿De verdad dijo que no le interesa la estrategia política? Siempre dice eso". Aunque su jefa tiene escaso interés por los detalles políticos en muchos temas, explica Sher, siempre lee los informes sobre temas sociales.
A principios de 2010, dicen sus colaboradores, la primera dama se hará cargo de la campaña de la Administración sobre obesidad infantil. Aunque el éxito global del Gobierno es una prueba para Barack Obama, Michelle está empezando a valorar su capacidad de influir en la opinión pública, y eso significa arriesgarse a las críticas y al fracaso.
A medida que se desarrolle el gran experimento de la presidencia, es posible que los Obama descubran por fin respuestas definitivas a las cuestiones que han debatido a lo largo de su relación. Sabrán si la política puede producir el cambio que anhelan y que han prometido, o si las concesiones y las derrotas son demasiadas. Sabrán si han sido demasiado ambiciosos o no lo suficiente. Y los dos sabrán si es verdad que todo se vuelve político, si su matrimonio puede, al mismo tiempo, entrar en la política y mantenerse al margen de ella.
El grado de igualdad de cualquier relación "se mide a lo largo de todo el matrimonio. No son sólo cuatro años, ni ocho, ni dos", dice la primera dama. "Nosotros vamos a estar casados mucho tiempo".
Jodi Kantor es corresponsal en Washington de The New York Times. © 2009 The New York Times. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.