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Columna
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Auto de fe

En tiempos de bonanza, o de simple quietud, la nuestra es una sociedad que cree haber alcanzado un alto grado de civilización, unos estándares de conducta colectiva casi escandinavos. Tenemos una de las primeras leyes de matrimonio homosexual de Europa, rechazamos y denunciamos cualquier actitud homófoba, nos declaramos enfáticamente no racistas, reaccionamos con indignación ante cualquier maltrato o uso excesivo de la fuerza por parte de la policía, nos enorgullecemos de un sistema judicial garantista y de un sistema penitenciario que aspira a ser rehabilitador... Y, por supuesto, abominamos de la pena de muerte, sobre cuya despiadada aplicación en Estados Unidos los medios de comunicación y las entidades civiles nos aleccionan bien a menudo.

Aquí se confunde la justicia con el escarmiento y la sanción penal con la venganza social y la humillación del reo

Sin embargo, apenas un suceso de impacto nos golpea, la gruesa capa de civilización que figuraba blindarnos se muestra como lo que es en realidad: un frágil barniz, un delgadísimo epitelio que se rasga y desprende al primer choque. ¿Cuántas veces, a raíz de una violación o de un asesinato particularmente alevoso, no hemos visto frente a los juzgados o las comisarías a una jauría humana en estado emocional de aplicar al sospechoso la ley de Lynch, si no fuese porque los cuerpos de seguridad lo impiden? ¿Cuántas veces -antes y después de El Ejido en 2000- el delito cometido por un miembro de una minoría étnica (magrebí, gitana, subsahariana...) no ha desencadenado en ese o aquel municipio violencias con aire de pogromo, sofocadas a duras penas por la enérgica intervención policial?

Recientes y ruidosos acontecimientos han puesto de relieve hasta qué punto, bajo las apariencias aseadas y nórdicas, late en este país el anhelo de una justicia expeditiva, vindicativa y sumaria, la nostalgia del auto de fe inquisitorial. En el caso Millet, hemos asistido a un clamor social -en buena parte inducido desde los medios y desde sectores de la propia judicatura- que invocaba razones técnicas para exigir la prisión preventiva de Millet y Montull, pero en realidad perseguía el mensaje ejemplarizante de que no hay indulgencia para los ricos, de que esos dos pájaros deben estar entre rejas, aunque falten años para una sentencia firme... Por momentos, ha flotado sobre la opinión publicada barcelonesa el grito que animó tantas bullangas decimonónicas locales: "¡Pena de muerte al ladrón!".

¿Y qué decir de la Operación Pretoria? El presidente de Cantabria, Miguel Ángel Revilla -el populista que acude a La Moncloa en taxi para exhibir austeridad, el regionalista que lleva 14 años encaramado a la cucaña autonómica, primero con el PP y luego con el PSOE- dijo el otro día que la exhibición mediática de los notables detenidos por orden de Garzón, esposados y con bolsas de basura en las manos, todavía le parece poco; que, a su juicio, tales sujetos deberían ser sometidos al escarnio y a la vergüenza públicas, no aclaró si en una picota medieval, con cucuruchos como los penitenciados de la Inquisición, o en un moderno plató televisivo. De cualquier modo, Revilla sólo dice en público lo que muchos piensan en privado: esta misma semana, la encuesta online de un importante rotativo barcelonés dio el 69% de los votos a quienes creen "adecuado que se exponga a los detenidos ante los medios a su llegada a los tribunales". Nadie ha aclarado, empero, por qué Muñoz o Alavedra sufrieron la "pena de telediario" mientras que al "segundo violador del Eixample", por ejemplo, se le permite acudir a los tribunales encapuchado.

Lo dicho: aquí se confunde la justicia con el escarmiento, la equidad con el ajuste de cuentas, la sanción penal con la venganza social y la humillación del reo. Aunque no lo admitan en voz alta, mucha gente de bien apoyaría el restablecimiento de la pena de muerte. No sólo eso: si las ejecuciones fuesen públicas como antaño, acudirían a verlas y llevarían consigo a sus hijos, para que aprendiesen a dónde conduce tomar el mal camino.

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