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Columna
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Millones sin control

Los numerosos casos de corrupción que salpican la vida pública española han terminado por producir un fuerte impacto en la opinión pública y amenazan con provocar el desencanto ciudadano con la democracia. Ante tal situación, el discurso políticamente correcto consiste en afirmar que el corrosivo fenómeno de la corrupción es minoritario y que la gran mayoría de los cargos públicos son gente honesta, y hasta sacrificada, que trabaja por el bien común y el interés general. Es posible que así sea y, desde luego, no seré yo quien extienda la sospecha sobre el funcionamiento del sistema democrático en nuestro país. Pero es preciso reconocer, al menos, que la extensión de las tramas corruptas ha alcanzado tal nivel que ya no permite considerar esta cuestión como algo irrelevante o marginal.

Los tres partidos gallegos deberían conjurarse para evitar la especulación y el urbanismo salvaje

Una de las características de la delincuencia en el siglo XXI es su organización en grandes carteles que se dedican a actividades criminales muy lucrativas gracias al uso a gran escala de las nuevas tecnologías del transporte y la comunicación. La cantidad de dinero negro, de millones sin control, que tales organizaciones manejan entre paraísos fiscales, bancos legales y diversos centros que configuran la economía sumergida se ha calculado que es el doble del producto nacional bruto de Japón.

Pues bien, ingentes cantidades de ese dinero sucio, que circula en las bodegas malolientes de la globalización, se blanquea en España. Es tan intenso el tráfico de esos capitales en nuestro país que hasta los notarios han detectado, ¡por fin!, miles de operaciones sospechosas y en muchos casos han encontrado claros indicios delictivos.

El problema reside en el hecho de que quienes manejan miles de millones de euros procedentes de las más diversas actividades irregulares no carecen de proyecto político. Al contrario, necesitan la complicidad del poder -o de los poderes- para extender su devastadora metástasis. Por eso los casos de corrupción se multiplican por doquier; por eso muchos advertimos en su día que Marbella no era un caso excepcional o aislado, aunque fuera, debido a sus pintorescos protagonistas, el más espectacular. En efecto, dos docenas de alcaldes detenidos en los últimos años, varios consejeros del anterior Gobierno balear procesados, el expresidente de esa Comunidad y la actual presidenta del Parlamento de las Illes imputados en el caso Palma Arena, la referencia de Maragall al famoso 3% desde la solemnidad de la tribuna parlamentaria o el hecho de que en Madrid, para vergüenza de nuestra democracia, hubiese que repetir unas elecciones debido a la felonía de dos diputados convenientemente incentivados por las tramas inmobiliarias, dan cuenta de la profundidad y gravedad del fenómeno al que nos enfrentamos.

Convendría, pues, que en Galicia tomásemos buena nota de lo que está sucediendo. Porque, aunque las normas cautelares sobre el litoral tomadas por el bipartito y la crisis de la construcción residencial han ralentizado los planes urbanísticos que tramitaban los concellos costeros, contamos con una ley urbanística similar a la que está vigente en Valencia, norma que ha merecido las más duras críticas de la Unión Europea, y está pendiente todavía la elaboración del Plan de Ordenación del Litoral. Y, desde luego, no es de recibo mirar para otro lado cuando determinadas familias de la Camorra anuncian planes para instalarse en Galicia, con el fin de compensar con el negocio del narcotráfico sus pérdidas en el sector inmobiliario.

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Así pues, las tres fuerzas políticas gallegas, en vez de utilizar de forma partidista y grosera el fenómeno de la corrupción, deberían conjurarse para evitar la especulación urbanística, porque con el urbanismo salvaje no sólo está en juego nuestro patrimonio natural, sino la salud de nuestra democracia. Y, por supuesto, para impedir la instalación de las mafias en nuestro territorio, hecho que una vez consumado es muy difícil de erradicar.

Por su parte el Gobierno central y las diversas fuerzas de la oposición no pueden limitarse a repetir fórmulas retóricas de condena a la corrupción o a reproducir el discurso políticamente correcto. Están obligadas a diseñar conjuntamente una auténtica batalla política contra esta lacra que asfixia nuestra democracia.

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