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Columna
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La caída de un petimetre

Pocos trances más desazonantes que el del condenado que patalea contra la pena impuesta porque se tiene por inocente y, además, no es a ojos vista el único ni el más culpable de la transgresión o embolado que se le endosa. Aludimos, obviamente, a ese juguete roto que ha acabado siendo Ricardo Costa, ex segundo de a bordo del PP valenciano, víctima de la impepinable ley en virtud de la cual la gallina de arriba defeca en la de abajo. Ocupaba ese eminente puesto subalterno y por ello ha cargado con las consecuencias de unas corrupciones que no inventó, pero que sí amparó con la jovialidad y desenfado de quien se cree blindado por el poder político, el déficit de civismo que nos ha asolado y la laxitud e incluso la complicidad judicial al uso. Ahora, caído en el ostracismo, muy posiblemente definitivo, ya en este trance es tan solo motivo para la conmiseración y el obituario del hombre público amortizado.

La verdad es que, sea por la inercia que generalmente nos solidariza con el perdedor, o por las circunstancias que concurren y que tanto atenúan sus responsabilidades, echaremos a faltar a este petimetre y su peculiar retórica entre el estamento político doméstico. Él representaba a nuestro parecer el nuevo hombre público alumbrado y asumido por una derecha saciada, acrítica y coenta como nunca, la que nutre a este PP doméstico que con tanta frivolidad ha sustituido a un tipo pintoresco, como el políticamente finado, por quien fuera en su juventud un alevín de nazi.

Sin embargo, algún consuelo ha de suponerle a este singular personaje que nos ocupa el hecho de haber convertido su infortunio en noticia estatal de gran relieve mediático y en un episodio principal del desmoronamiento que agita al PP, no solo autóctono sino también -y sobre todo- nacional. Por otra parte, su desgracia no es sino un capítulo de la que aflige al presidente Francisco Camps, un político difunto con pase de pernocta, o sea, con fecha de caducidad inminente, pues nadie, o muy pocos, apuestan por la prolongación de su liderazgo, incontestado hasta hace cuatro días. La oposición, por boca del síndico socialista, Ángel Luna, le ha espetado que "ya no pinta nada", sus secretarios provinciales le conminan a tomar medidas, el desconcierto acerca de su relevo prende en las bases del partido y, tan sólo una voz agradecida, la de Bertín Osborne, ¡toma castaña!, rompe una lanza por el molt honorable cuando proclama que "es un tío honrado que se viste por los pies", con lo que viene a mentar la soga de la indumentaria en casa del ahorcado por la sastrería.

Los analistas y glosadores de nuestra vida pública, incluso los más proclives e indulgentes para con el partido conservador, dan fe del grave caos que sacude estas siglas, sobre todo en sus dos principales asentamientos, como son las comunidades autonómicas de Madrid y Valencia. No comparten éstas las mismas dolencias, ni su intensidad, aunque sí les es común la rapiña que han propiciado, e incluso algunos de los chorizos y empresas protagonistas. Pero acontece que mientras el conflicto en la capital del Estado mina a la oposición, favoreciendo al Gobierno de Rodríguez Zapatero, por estos pagos valencianos resulta evidente que la izquierda no es capaz de mermar apenas la hegemonía del PP, y mucho menos de configurarse como alternativa electoral, un fenómeno que requiere la reflexión que ya no nos cabe en este espacio.

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