El hombre que expulsó a Zidane
Ocurrió este verano. Estábamos pasando unos días en el quinto pino, en uno de los lugares más remotos de la tierra, en un hotel en las afueras de una ciudad de los Andes venezolanos que ya de por sí ella misma está en las afueras de todo, aunque tenemos la costumbre de visitarla con persistente frecuencia, como si se hallara a la vuelta de la esquina. La ciudad se llama Mérida y nos encanta y creemos tener allí, además, buenos amigos. Estábamos este verano en ese perdido hotel de las perdidas afueras de una ciudad en las afueras de todo cuando para colmo, al atardecer, se fue la luz y pasamos a tener pánico, porque la oscuridad nos hizo recordar dónde estábamos, dónde en realidad hemos estado siempre: en medio de ninguna parte.
El colapso eléctrico dio paso a un mundo de sombras en el exterior del hotel, y también en la zona del jardín interior, allí donde moraban, en una jaula grande, dos soberbias guacamayas, de conversación fácil entre ellas. Recordaré siempre los tres golpes secos en la puerta de nuestro cuarto y el susto considerable. Resultó ser un amigo que, ajeno a nuestros miedos, venía a comunicarnos la sorprendente buena nueva: por raro que pudiera parecernos, en nuestro hotel se alojaba el argentino Horacio Elizondo, el árbitro que había expulsado a Zidane en la final del Mundial.
Estupor, incredulidad. A la mañana siguiente, durante el desayuno, disimulando mal mis emociones, le conté a un amigo argentino que Horacio Elizondo andaba por aquel hotel en el fin del mundo. Mi amigo reaccionó con la frialdad de los no mitómanos.
-Se trata, sin duda, de un compatriota ilustre. El único entre todas las leyendas argentinas que no se esforzó por ocupar la cima, sino que supo estar preparado y sobre todo actuar en el momento necesario.
Cuando supe que Elizondo era un gran aficionado a la poesía y la filosofía, comencé a mover influencias, e hice que llegara a sus oídos que un escritor catalán quería entrevistarse con él. Y de ahí nació el equívoco, porque creo que entendió que quería hacerle una entrevista. Unas horas después, nos reuníamos los dos en una mesa cercana a la jaula de las guacamayas. Elizondo resultó ser un hombre alto y afable, ligado al Departamento de Desarrollo Arbitral de la FIFA. Un tipo gentil, de aire distinguido y verbo fácil e inteligente, estilo Valdano. Dijo estar al corriente de la gran cantidad de zinedines -así los llaman ahora- que brotan cada día como hongos: todos esos relatos que compiten por enfocar de mil formas distintas las secuelas del cabezazo de Zinedine Zidane.
Pensé que era grande estar frente al árbitro de la final del último Mundial, pero también absurdo, porque él no había oído hablar de mí en la vida y yo, por mi parte, en realidad no tenía nada que decirle. Sin sospechar todavía que Elizondo veía aquella reunión entre los dos como una simple entrevista, me interesé por saber qué se sentía al arbitrar la final de un Mundial. Me miró con cara de profunda y súbita decepción. "Bueno, oiga, esto ya me lo han preguntado muchas veces", se quejó. Quedé tan herido en mi amor propio que busqué, casi a la desesperada, que viera que yo tenía un nivel cultural más alto del que acababa de aparentar. Y para demostrárselo, le pregunté por el libro La melancolía de Zidane, donde Jean Philippe Toussaint hablaba de la tristeza del futbolista y del cielo de Berlín en la noche de la final.
¿Llegó a percibir que el cielo estaba aquel día de un romántico subido? ¿No había ni oído hablar del libro melancólico? ¿Era posible que no supiera quién era Toussaint? Comprendí enseguida que si había buscado con aquellas preguntas que me reconociera un cierto nivel intelectual, mi esfuerzo había resultado baldío. Elizondo permanecía ante mí cruzado de brazos, impertérrito, a la espera de que le llegara alguna pregunta por fin razonable. Y yo seguía allí sin saber que aquello era una entrevista. O, mejor dicho, que aquello eran unas declaraciones en exclusiva mundial y una inmejorable oportunidad para mi siempre frustrada carrera de entrevistador. Pero también una oportunidad de escribir un buen zinedine que, además, contaba con el valor añadido de ser un relato real.
Me explicó que estaba en Mérida trabajando con Amelio Andino y otros colegas en un "curso de instructores FIFA" y me narró la historia de una final de tenis entre dos argentinos en la que el vencedor se arrojó al suelo y abrazó durante unos segundos a su raqueta y, cuando le preguntaron, dijo que había estado abrazando a la gloria. Es decir, concluyó Elizondo, que la Gloria no pasa nunca de ahí, y siempre es efímera.
Creí llegado el momento de preguntarle qué recordaba más del cabezazo de Zidane, y me di cuenta de que por primera vez aceptaba yo para mí mismo que le estaba entrevistando.
-Todo el mundo seguía al balón, que estaba en aquel momento lejos de Zidane y Materazzi, y casi nadie vio el cabezazo. Nadie lo vio en el estadio y, en cambio, el mundo entero cree haberlo visto en directo.
Me pareció que, salvo su entrevistador y las guacamayas, tampoco su brillante respuesta la había oído ni visto nadie en directo y, sin embargo, merecería hacerse tan famosa como la célebre expulsión. Ahora bien, era evidente que el destino de Elizondo ya estaba escrito y nada se podía hacer por cambiarlo. Hiciera lo que hiciera, su memoria ya había quedado ligada para siempre a la imagen de la tarjeta roja bajo el cielo de Berlín, la inmortal expulsión, el abrazo efímero de la fama. Mi exclusiva mundial no le redimiría de todo aquello.
-Y para terminar esta entrevista -dije-, ¿cómo ve el papel de los intelectuales en el mundo actual?
Pensé que iba a expulsarme a patadas de allí, de la cancha de las guacamayas. Pero ni se inmutó.
-A la baja. ¿No le parece? Tan agotado como las cortinas de damasco en la decoración de nuestras casas. O como los dichosos zinedines.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.