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Columna
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La hora de los niños

Vicente Molina Foix

Nunca me he beneficiado de una hora feliz, etílicamente hablando, y eso que las descubrí muy pronto. Las happy hours -sigo hablando etílicamente- son un invento del gremio de hostelería británico, que ya se sabe lo sufrido que es, luchando toda su vida contra unas normas que hasta hace poco tiempo les forzaba a dispensar las bebidas alcohólicas en horas fijas, como de consulta, y casi se diría que con receta. Aún hoy, liberado el límite temporal de sus ancestrales restricciones, el pub inglés sigue teniendo algo de dispensario; la cantidad de alcohol es medida por el barman con la misma cautela y el mismo rigor que el practicante pone para darte una inyección o extraerte la sangre del análisis.

Viviendo yo en Londres de joven me llamaba la atención ver en algún bar del centro, sobre todo en Saint Martin's Lane, una calle de pubs y teatros próxima a Trafalgar Square, el anuncio de las happy hours, y sobre todo su horario, las once de la mañana, por ejemplo, o las seis de la tarde. Confieso aquí que soy un bebedor muy consistente pero muy limitado; nunca pruebo el alcohol durante el día, excepto en las solemnidades, pero al caer la noche, y sobre todo si estoy delante de la máquina, me alegro la existencia con un pequeño whisky (o dos) o un más largo gin-tonic. No digo que no a los cócteles si se tercia, me gusta también el vino en la cena, y nunca perdono después de cenar una copita de aguardiente, producto en el que, a fuerza de frecuentarlo, he llegado a ser algo así como un connoisseur. Mi última borrachera en el sentido estricto de la palabra tuvo lugar, no creo equivocarme, la noche de fin de año de 1995.

Me asombro ahora leyendo la noticia de que el Gobierno catalán, supongo que con el acuerdo de sus tres cabezas políticas, acaba de prohibir por ley (aprobada unánimemente en el Parlament) las barras libres, las bebidas gratis, las tarifas alcohólicas planas y toda forma de happy hours, que, como ustedes saben, consisten en la oferta de dos consumiciones al precio de una en las horas menos prometedoras del día. Las sanciones a los responsables de los lugares de ocio infractores oscilarán de la simple multa de 6.000 euros a la falta muy grave, que puede llegar a los 600.000, suponemos que en casos, estos últimos, en que la happy hour se acompañe de homicidio o estupro al cliente. La nueva ley también sanciona las fiestas promocionales de bebidas o cócteles alcohólicos, y, aunque no lo especifica en su articulado, viene a perseguir de facto una de las pocas dulzuras que todavía quedaba en el acto de salir a cenar a un restaurante, tal y como están los precios: la copita de la casa. Un señor llamado Plasencia, director general de Salud Pública de la Generalitat, lo ha explicado con palabras meridianas: "Hay que proteger al ciudadano, y por eso queremos impedir y frenar el consumo incontrolado de alcohol". Lo malo es que esto no parece ser otra nueva folía de la trimurti catalana. Trinidad Jiménez, ministra de Sanidad Estatal (si se me permite la segunda mayúscula), ya ha aplaudido la aprobación de dicha ley, anunciando ipso facto que su ministerio está trabajando en una norma similar para todos los españoles presuntos implicados en el delito de querer ahorrarse unos euros en las segundas rondas.

El concepto de la happy hour siempre me pareció algo acendradamente británico, como guardar cola en las tiendas vacías o tomar el té con leche. En una sociedad que aún vive en parte apresada por los códigos punitivos del tiempo de la reina Victoria, el bebedor era tratado como un niño, y la pinta de cerveza equivalía al biberón que hay que espaciar según horarios reglamentados. La dádiva al bebé obediente que al sonar la campana en el pub dejaba de consumir alcohol era esa copa gratis avant la lettre, y uno, con un poco de imaginación sado-maso, podía pensar en la imagen de la nanny estricta pero en el fondo bonachona que se abre el pecho y regala el cálido fluido de una copa gratis.

Pero nosotros, ¿qué necesidad tenemos nosotros de ser amamantados por un estado-nodriza? Primero fue el tabaco, cuya restricción en lugares públicos, aun siendo de momento tan leve, tan infelices hace a algunos de mis mejores amigos. Después la prostitución, que se trata de eliminar por decreto sin erradicar la mano que mueve el dinero y explota a las profesionales del amor mercenario. Y ahora nos vienen con el fin de la happy hour, un nuevo y grotesco episodio en el proceso de infantilizarnos, de quitarnos la capacidad de decidir nuestros actos privados y devolvernos a la hora en que el niño, sin rechistar, se ha de ir a la cama porque así lo mandan el papá y la mamá.

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