La frontera entre lo ético y lo legal
Con razón se duele un buen amigo de que, más allá de las condenas morales y la exigencia de respuestas ejemplarizantes, nadie reproche a los partidos el tiempo que nos hacen perder a los demás al forzarnos a reclamar lo obvio: que atajen la corrupción y que, si no pueden evitar que ésta anide en sus filas, al menos depuren las responsabilidades oportunas. Quien esto suscribe no puede sino suscribir también ese lamento. Hastiado de las miserias que rodean el caso Millet, esta semana el articulista resolvió cambiar de tema. Las soflamas soberanistas, antorcha en mano, del futuro ex presidente del Barça; la intervención estatal de Agrupació Mútua, cuyas secuelas políticas no tardarán en aflorar; la canonización ante el santuario de Núria del candidato de ERC a la Generalitat... En vano. Resignado ante el cariz que han tomado los acontecimientos, el analista regresa por enésima vez al escándalo del Palau de la Música y sus conexiones partidistas, persuadido de que el silencio sería el mejor obsequio para los afectados.
Que CDC cumpliera la ley tras cobrar de Millet no purifica los pagos. Los políticos deben dar ejemplo, no alentar la picaresca
Recapitulemos. Tras desvelarse que Millet desvió a una entidad ligada a Convergència Democràtica parte de los fondos del Orfeó, fruto de donaciones privadas y subvenciones públicas, este diario se ha esforzado en averiguar la naturaleza de tales ayudas, en qué se emplearon y de qué otras fuentes de financiación goza la Fundación Trias Fargas. El resultado de las pesquisas, siempre documentado, es que, de acuerdo con la Agencia Tributaria, Millet recurrió a la caja B del Palau para nutrir a la fundación convergente (dinero negro, en suma); que por ello los nuevos gestores de la institución reclamarán su devolución; y que las constructoras que en su día sufragaron a la Trias Fargas habían sido beneficiarias de cuantiosas adjudicaciones públicas bajo la égida de Jordi Pujol. Pero el uso de los fondos del Palau es un enigma; CDC se niega a hacer públicos los convenios.
Por estas informaciones se nos ha acusado de "desinformar" y de presentar las noticias de forma "malintencionada y equívoca" para dañar a Convergència. Sólo cuando la dirección del Palau, fuera de toda sospecha, avanzó que pedirá a CDC el retorno de 540.000 euros abonados por Millet, por entender que los convenios eran "nulos de plenos de derecho", Artur Mas rompió su silencio y se dijo dispuesto a negociar, si bien fuentes de su propio partido se apresuraron a desmentirle. Veremos.
Alega en su defensa Convergència que la Trias Fargas actuó conforme a la ley, puesto que informó de los pagos a la Sindicatura de Cuentas (extremo que ésta niega), al Protectorado de Fundaciones (extremo que los registros públicos desmienten) y al Ministerio de Hacienda (extremo que aceptaremos en tanto no se demuestre lo contrario). El equipo de Mas incluso considera "impensable" que Millet no tuviera potestad para firmar esos ignotos convenios, como si necesitara más pruebas de sus innumerables fechorías.
Todas ellas son, con perdón de la expresión, excusas de mal pagador. Aunque todos los argumentos invocados fueran ciertos, es obvio que la conducta legal del cobrador no purifica unos pagos de naturaleza delictiva. Eso, con la ley en la mano, sería blanqueo de capitales. Del mismo modo que el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento, ignorar que la mercancía es robada no convierte al comprador en legítimo propietario del botín.
Pero lo verdaderamente preocupante de todo este embrollo es la constante apelación a la legalidad como la única vara de medir en política. Ninguna ley prohíbe que una institución cultural atiborrada de subvenciones financie a una fundación partidista, ni que las adjudicatarias de contratos públicos sufraguen al partido en el poder, ni que bancos o cajas ayuden a las fuerzas políticas. Otra cuestión es que se trate de prácticas éticamente reprobables, por cuanto denotan un aprovechamiento del poder público en beneficio de intereses particulares.
Subordinar la ética a la legalidad, pretendiendo que lo que no está tipificado como delito merece la consideración de legítimo, alimenta la picaresca que bebe del viejo dicho: hecha la ley, hecha la trampa. Que contribuyan a esa confusión de valores precisamente quienes se definen como servidores públicos constituye el peor ejemplo para aquellos a quienes dicen servir.
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