La caldera paquistaní
En menos de dos semanas han muerto en Pakistán más de 150 personas en atentados de los talibanes locales. Las matanzas -ayer la última, en Peshawar- han alcanzado oficinas de Naciones Unidas, cuarteles del Ejército y comisarías. El epicentro de esta escalada del terror es la región tribal de Waziristán, fronteriza con Afganistán, una de las áreas sin ley en el noroeste de Pakistán. El Ejército prepara una ofensiva inminente sobre este paraíso yihadista.
Pakistán, democracia nominal y teórico aliado de EE UU, pese al odio que lo norteamericano suscita, es uno de los países más peligrosos del mundo. A sus instituciones mayoritariamente decorativas se une una extrema corrupción política, el ilimitado oportunismo de los partidos y la decisiva injerencia de los militares en su gobernación. Es una inestabilidad crónica aderezada con armas nucleares, pero su contribución resulta decisiva para estabilizar el descoyuntado Afganistán.
La efervescencia terrorista, su dispersión geográfica, sus objetivos, muestran que cada vez son más estrechas y eficaces las alianzas entre grupos fanáticos que buscan el jaque a un Estado vacilante, responsable en buena medida de su auge. La tolerancia de sucesivos Gobiernos paquistaníes con el fundamentalismo islamista ha desembocado en esta situación.
Barack Obama acaba de firmar, casi de tapadillo, una ayuda civil a Pakistán de 7.500 millones de dólares en cinco años, condicionada a que el Gobierno ate corto a los generales y que cese la tolerancia de Islamabad con los extremistas. Militares y partidos de oposición al débil presidente Asif Zardari lo consideran una intromisión en la soberanía del país. Los hechos ponen dramáticamente de relieve el laberinto en el que Washington se ha metido en esta región crucial. Por un lado, Obama no sabe qué hacer con Afganistán, que amenaza con convertirse en otro gran fiasco para EE UU. Por otro, Pakistán es una caldera a presión cada vez más incontrolable.
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