Más esotérica que romana
La antigua Bayona de Tajuña atrae a los amantes del ocultismo
Desde un cartel frente a la parada del autobús 415, en la plaza de Legazpi, el "primer premio nacional de mentalismo" -un señor calvo con pinta de heavy metal- mira fijamente al par de ancianas que esperan el autobús. No consigue intimidarlas: van a Titulcia
Para un no iniciado el destino puede sonar poco esotérico. Titulcia es un pueblo de 1.045 habitantes entre Chichón y Aranjuez, en el vértice de los ríos Tajuña y Jarama. Al bajar del autobús, en la marquesina, hay un callejero que sitúa los principales monumentos, pero es mejor no hacerle caso, teniendo en cuenta que es en realidad un plano de Chinchón. El punto paranormal, la oscura relación con el mentalista al otro lado de la línea de autobuses, se encuentra en la cueva de la Luna.
La cueva es una construcción bajo un bar del mismo nombre a unos minutos de la parada de autobús. Se atribuye su edificación al Cardenal Cisneros y su descubrimiento a un labriego del pueblo en los años cincuenta. Dos señoras beben un refresco e indican la camarera a la que se debe pedir permiso para descender a la caverna. "Cuidado con las escaleras", avisa ella. Y no exagera. Son un lodazal con un cono de obra a mitad del descenso. Unos cartelones con letras góticas casi disueltas avisan del contexto mágico en el que el explorador está a punto de dejarse la crisma. Al final espera una bóveda del tamaño de un cuarto de estar con el suelo cubierto de ramos de flores secas y cirios.
El visitante poco aficionado al ocultismo puede sorprenderse de vuelta a la luz solar, pero a los entendidos en la materia el conjunto les fascina. Armando Rico, antiguo propietario del bar, difundió en un libro la teoría de que la construcción es un templo esotérico de los Templarios, y en Internet abundan las páginas que relacionan la cueva con cosas de nombre tan solemne como las Tablas de la Uy o las Leyes Biorrítmicas del Universo. En alguna se menciona la posibilidad de que se construyese para actuar de "máquina de transmutación humana".
Una vez sorteado el boquete espacio-temporal, queda pasear por el pueblo. Después de la Guerra Civil se reconstruyó entero. No hay edificios con solera, pero las calles son tranquilas, llenas de bares donde los vecinos toman el vermú. No merece la pena preguntar por un cajero automático. "¿Para qué?", bromea un octogenario con sombrero de cazador. "Si aquí son todos analfabetos".
Tampoco hacen falta mucho más de un par de euros para comprar los melones que venden los agricultores en los soportales. Las mujeres se reúnen en torno a ellos y ojean la mercancía. La vega del pueblo es rica en hortalizas. Los montes proveen de caza. En una calle, un visitante con puro y cartuchera prepara los avíos mientras sus lebreros asoman el hocico por un remolque.
El restaurante más conocido es el Rincón de Luis. Su tortilla de patatas cuenta con una legión de admiradores. Uno de ellos fue José Hierro, el poeta, que se estableció en Titulcia. En el restaurante guardan algunas botellas dedicadas por él. Hay más opciones para comer. Por ejemplo, el quiosco, junto a la iglesia de la Magdalena y su campanario con dos cigüeñas grandes como pterodáctilos. Dentro del bar los parroquianos miran distraídos una película de Bud Spencer. El menú incluye melón con jamón.
De beber se impone el producto local, el Viña de Bayona. Bayona de Tajuña fue el nombre del pueblo hasta que Fernando VII se lo cambió en 1814. Había pasado demasiado tiempo recluido por Napoleón en la Bayona francesa; de vuelta a España le humillaba que el nombre de su destierro le rondara a 35 kilómetros de la Corte. Optó por una solución clásica y recuperó la vieja Titultia, la villa en donde se cruzaban importantes rutas de la Hispania romana. En tanto que rey, tampoco le hizo falta tomarse el tiempo de comprobar si los caminos se encontraban realmente allí; algunos historiadores mantienen que lo hacían en Móstoles, otros en Las Rozas. Es difícil decirle que no a un rey herido, pero al vino siempre le puede llamar uno como quiera.
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