Hay que matar ese toro
Que no, que ese toro lleva interminables horas en la plaza, que no obedece el engaño ni está para más suertes; que ese toro anda suelto, que todo el terreno es suyo y es hora ya, lo fue hace mucho tiempo, de poner fin al espectáculo. Pasó la ocasión de mostrar sabiduría torera: templar, mandar, parar y recoger. Lástima de tiempo perdido, pero ya no hay modo de recuperarlo. En verdad, la corrida tendría que haber terminado hace siglos, cuando ese toro era un novillo, pero quizás el matador no sabía lo que Juan Belmonte, socarrón, le dijo a José Bergamín: que él empezó a templar el año de la glosopeda.
El caso es que Rajoy, a la vista de que no podía, no sabía o no quería lidiar ese toro de nombre alemán que le echó al ruedo su amigo del alma y sostén en horas de tribulación, Francisco Camps, decidió, en lugar de templar y mandar, disfrazarse de Tancredo López, aquel estoico senequista que salía a la plaza todo de blanco y con su máscara de escayola y se subía a una silla para hacer la estatua mostrando al toro su indiferencia. Esa fue la consigna de Rajoy, después de gastada la pólvora en trampas, disimulos y amago de golpes contundentes, de inmediato evaporados en el vergonzoso pacto acordado tras un encuentro en tierra de nadie, protegidos los dos jefes por sus respectivos guardaespaldas: olvido e indiferencia. Y el toro, que no ha ido precisamente a la Facultad de Filosofía y Letras a recibir la clase de don José Ortega y Gasset sobre las virtudes del estoicismo, pero que se las sabe todas, tomó el olvido por indolencia y la indiferencia por canguelo y le comió al torero todo el terreno.
Pero como el mismo Belmonte confesaba a Parmeno: "eso de los terrenos, el del bicho y el del hombre, me parece una papa. Si el matador domina al toro, todo el terreno es del matador; y si el toro domina al matador, todo el terreno es del toro". Eso de los terrenos le parecía una papa a Juan Belmonte. Y una papa es lo que se va tener que tragar Rajoy si no entra de una puñetera vez a matar y libera a la política de su partido, y de rechazo a la española, de este repugnante espectáculo que nos llega de Valencia. Nadie se lo va a poner fácil ni, por tanto, puede esperar ni un minuto más a cortar por lo sano, porque esa especie de paralización total progresiva, ese parón o éxtasis que, siempre según el maestro Bergamín, define al tancredismo, no tiene en el caso de Rajoy origen en su manera de ser, en su presunto senequismo o en algún atributo del consabido carácter nacional, gallego en la ocasión. También Felipe González, andaluz y unos cuantos metros más audaz político que Rajoy, quedó bloqueado ante el caso Filesa, de magnitud incomparablemente menor a lo que amenaza -y faltan 35.000 folios- el caso Gürtel. ¿Por qué será?
Pues sencillamente porque mientras el matador pretendía conservar "la máscara de la estatua escayolada, paralizada por el miedo que alardea de valor" (Bergamín, de nuevo), al toro de la corrupción, que se comporta como una metástasis, no hubo quien le pusiera barreras. Y en estos casos, cuando llega la hora de la verdad, sólo es posible ponerse a salvo cortando, no una ni dos, sino la ristra entera de cabezas enlazadas por ese cordón umbilical en forma de teléfonos móviles por los que transita la sangre de la corrupción. Por ejemplo, en la plaza de Valencia, si Costa, receptor confeso de una diversa variedad de regalos de alto copete, cae, arrastrará a otros en la caída. ¿A cuántos? Ah, ¿quién lo sabe? Cuando una trama de corrupción asfixia las alturas de un partido, nada se soluciona sacrificando en el altar de la pureza a uno o dos chivos expiatorios, por la sencilla razón de que todos, o casi, iniciada la procesión, comienzan a ser sospechosos de haber metido mano o recibido regalos. ¿O es que el matrimonio Aznar no tiene nada, absolutamente nada, que decir sobre sus encantadoras relaciones con algunos de los invitados a la boda de su hija en el marco incomparable de El Escorial?
A pesar de todos los pesares que le asoman a la cara bajo la descompuesta máscara de escayola, Rajoy no tiene más remedio que enfrentarse a ese toro Gürtel en la última y única de las suertes que le quedan por cumplir: se acabó el tiempo de la lidia, del engaño y de la burla, el tiempo del temple y del mando. Renunció a ello cuando decidió subirse a la silla de don Tancredo mientras el toro se zampaba todo el terreno y sonaba el clarín del tercer aviso. No queda más que entrar a matar. Hay que matar ese toro para volver a hacer política. ¿O será acaso que la política, según Rajoy, es esto?
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