Desfile de profetas en París
La semana del 'prêt-à-porter' se inaugura con Balmain y Balenciaga - Ghesquière y Decarnin, sus creadores, se disputan el trono de 'gurú' de la moda
Con un fervor no exento de histeria, la moda anda siempre buscando a su próximo profeta. Ése al que copiar casi al dictado. A ciegas y de forma masiva. Hace dos años el panteón lo ocupaba inequívocamente Nicolas Ghesquière, el resucitador de Balenciaga. Desde el año pasado, es Christophe Decarnin quien goza de un seguimiento casi religioso al frente de Balmain. Recientemente validada por la madre de todas las tendencias, Madonna, la balmanía es la responsable de la proliferación de hombreras en todas las grandes cadenas este otoño. Pero no sólo los demás sacan tajada de esta fe colectiva: las ventas de la casa francesa se han doblado cada temporada desde que llegó Decarnin en 2005.
Ayer, con cinco horas de diferencia y a pocas manzanas de distancia, los dos gurús mostraron sus colecciones para la primavera-verano de 2010 en el segundo día de la Semana de la Moda de París. El desfile de Decarnin, uno de los pocos que en estos tiempos aumentó su aforo, se preveía clave para una fórmula que sortea los peligros de morir de éxito. La increíble demanda que generan sus carísimas prendas las ha colocado en 300 puntos de venta de todo el globo. Una barbaridad para chaquetas de 8.000 euros y vaqueros rotos de 1.500. Cifras que son, en sí mismas, una paradoja. Superando el escollo del dilema moral que plantean, ¿quiere alguien que se gasta una fortuna en una prenda encontrarse con otra igual en cada fiesta? ¿Seguirá haciéndolo ahora que se copia sin control?
El mensaje profético de Decarnin ha transformado Balmain. De una soñolienta casa de alta costura (Oscar de la Renta fue su diseñador hasta 2002) ha pasado a ser un icono de estridencia pop, capaz de vestir los sueños de redención de Michael Jackson en su última gira. El desfile de ayer se ciñó rigurosamente a sus mandamientos previos: microvestidos de alto octanaje sexual, ceñidísimos pantalones y chaquetas de imponentes hombreras. Más de lo mismo, pero con un tema diferente. Donde antes hubo referencias al rock y luego al disco, esta vez se vio inspiración militar. Así, las lentejuelas en cobre y oro se combinaron con guerreras, camisas de combate y camisetas agujereadas. Haciendo valer lo aprendido en Paco Rabanne, Decarnin introdujo la cota de malla en su catálogo de brillantes aderezos. Algunos vestidos jugaban a emular el efecto que una trinchera habría provocado si una prenda de fiesta que apenas cubre los muslos se hubiera arrastrado por ella. También había faldas hechas con jirones de piel que harían palidecer de envidia a una náufraga cualquiera.
La repetición de la fórmula de Decarnin engrandece los constantes esfuerzos de reinvención de Ghesquière. Y ése es un dato clave para entender su longevidad como referencia principal en el sistema de la moda. Un lugar en el que, de una forma u otra, lleva instalado ocho años. Tras varias temporadas de ejercicios más espirituales, la colección de Balenciaga emprendió un rumbo más urbano, energético y descarado. El desfile se abrió con pantalones y chalecos de piel de vago sabor motorista que oponían su radicalidad a la rancia ambientación de los salones del hotel Crillon.
Pero Ghesquière no es un tipo que se conforme con tocar una sola nota. De hecho, la exuberancia de sus ideas tiende a rebasar los límites que impone una colección. Combinó el futurismo un tanto robótico de las prendas de gran sofisticación tecnológica con tejidos orgánicos y formas envolventes. En sus pictóricas composiciones, los latigazos en colores fluor insuflaban vida a los tonos tierra. Mientras tanto, gasas y neoprenos se daban la mano en tops de asimétrica arquitectura y mínimas faldas tableadas. El diseñador apelaba a lo masculino como inspiración, pero el resultado era deliberadamente femenino y resueltamente moderno.
Si de las palabras de estos dos apóstoles de la modernidad se extrae una conclusión es que la mujer vuelve a llevar pantalones. Y son muy, muy ajustados. Una línea de pensamiento en la que, en cambio, no inscribió un colega recién llegado a la complicada plaza de las firmas históricas en busca de brisa fresca. El miércoles subió a una pasarela por primera vez la propuesta de Marco Zanini para Rochas (su debut se vio la temporada pasada, pero en una presentación estática), que apostó por una versión de la feminidad más suave y nostálgica. Zanini jugó con el mito de las vacaciones coloniales en Indochina y, si bien no despertó mucho entusiasmo, se ganó el beneplácito gracias a sus mezclas de colores de distintas temperaturas y a su amable acercamiento al turismo afrancesado de antaño.
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