Parece que duermen
La primera vez que visité Barcelona fue hace 20 años. De aquella visita me quedó grabada -más que cualquier monumento o plaza de la ciudad- la imagen de una pareja pinchándose en un banco de La Rambla. Ella se retorcía poco a poco, mientras él le quitaba la jeringa de la vena y sus cabezas caían rendidas. Junto a ellos, un anciano alimentaba a las palomas y las madres paseaban con sus críos sin sorprenderse por la escena. La misma cotidianidad es la que encontré 20 años después, cuando llegué a vivir al Raval: yonquis que salen tambaleándose de los callejones con sus caras de moribundos, esquivando al repartidor de publicidad barata, al cartero, al turista perdido que abre su gigantesco mapa de la ciudad en medio del incesante vaivén de transeúntes; madres que, al mirarlos, hacen una maniobra rápida para que no se tropiecen con el bebé que llevan en el cochecito; comerciantes que los miran, ya sin desprecio -por culpa de la constancia-, recargarse en las barras pidiendo una caña, decidiéndose a comprar un pollo al ast o simplemente esperando a que termine el día, para salir nuevamente a comprar una dosis de heroína que consiguen en la esquina de Egipcíaques y Hospital por 10 euros, uno de los tres lugares donde se puede conseguir (los otros son La Mina y las casas baratas de la Zona Franca). No hace falta hablar, los vendedores les reconocen y una simple mueca es suficiente para hacer la transacción. Si hay algún policía, caminan detrás de los contenedores de basura. El policía mira el reloj, es la hora del almuerzo y se retira a comer. Entonces sale nuevamente la tropa de traficantes a vender a los yonquis la sustancia que, si es buena, les vence al instante y les deja en ese trance que parece como si durmieran, igual que la sociedad que los mira, la misma que tolera la marginalidad, la que sólo voltea a la Barcelona de oropel, la que permite que un señor feudal robara durante tres décadas el patrimonio de un pueblo.
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