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Columna
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Prostitutas

Primero fue la calle de la Ballesta, luego Montera, después o al mismo tiempo la Casa de Campo, pasando por las dudosas sombras del parque del Oeste, etcétera, etcétera. Prostitutas a la intemperie con tanga y botas altas y carne de gallina por el frío. Las veía de todas las clases y colores cuando atravesaba la Casa de Campo para ir a la radio hace unos años. Me incomodaba mucho verlas y sobre todo verlas al mismo tiempo que el taxista. A veces pasábamos en silencio entre aquel bosque de carne comentando el asunto como si fuésemos dos antropólogos en la selva del vicio. Y siempre acabábamos diciendo lo de "pobres mujeres".

Más o menos el mismo sentimiento de rechazo y aprensión tuvimos, por la misma época, un grupo de escritoras y periodistas en la Zona Roja de Ámsterdam, en la que se agolpaban gigantescos corrillos de hombres frente a los famosos escaparates, algunos simplemente para reírse de las prostitutas. Recuerdo que a una de las nuestras, demasiado sensible al tema, le afectó tanto el ambiente que se puso enferma y tuvimos que llevarla al hotel. Pobres mujeres, repetíamos abriéndonos paso por aquel botellón del sexo. Aunque, si no nos ponemos paternalistas, tendríamos que reconocer que estamos cansados de ver a pobres mujeres arrastrando las bolsas de la compra desde un mercadillo en el quinto pino para ahorrarse dos euros en la fruta, o a esas africanas que tienen que ir a buscar agua a varios kilómetros mientras sus hombres están untándose barro en el poblado, o a niñas de diez años cuidando de una caterva de hermanos.

El no legalizar esta extendida y demandada práctica no va a acabar con el tráfico de mujeres

Es curioso que estos ambientes que los hombres buscan para alegrarse la vida tengan un aire tan tristón y deprimente. Hay algo muy amargo en la mirada de la prostituta de calle, que tal vez no sea tan evidente en la de lujo. Prostitutas, sí, no putas. La palabra prostituta es más clara en el sentido de compraventa de un servicio que la de puta. Puta ha sido y es un insulto terrible, lanzado como un misil para castigar la falta de obediencia de la mujer y su derecho a usar su cuerpo como le dé la gana. Puta puede ser cualquiera que se salga de los límites que le han marcado. La palabra puta ha servido para arrinconarnos en un sentimiento pudibundo, y esto es algo que algunas generaciones hemos llevado grabado a fuego en nuestra conciencia y nos ha quitado vida.

Pero volvamos a la Casa de Campo, donde casi siempre detrás de las pobres mujeres había una cola increíble de coches. Sucedía a las tres de la tarde, hora de estar comiendo, por lo que alguno que otro haría tiempo hablando con su esposa por el móvil: pues aquí estoy esperando en la cola del bufé.

Ante esta apabullante visión, un taxista filósofo me explicó que los hombres tienen una sexualidad muy, muy complicada. Le pregunté qué quería decir con eso. Pero se limitó a cabecear muy serio mientras me devolvía el cambio y a repetir: muy complicada. Mejor dejarlo ahí, mejor no saber más. Parecía que sus palabras le daban otra trascendencia al putiferio de la Casa de Campo, como si las pobres mujeres fueran imprescindibles para que los hombres no se volvieran locos. Al mismo tiempo, todo el mundo se quejaba de que mientras los niños hacían deporte se tropezaran con culos al aire y preservativos. Normal. No queremos que nuestros hijos piensen que también ellos están condenados a ser unos repugnantes salidos que se encontrarán con una prostituta o un chapero en cualquier árbol, calle, portal o pared.

La pregunta es: ¿qué se hace con estos hombres de mente complicada? Y otra, ¿quiénes somos para negarle a una mujer u hombre su libertad a la hora de elegir cómo ganarse el sustento? Y otra, ¿qué hacemos con unos políticos que cuando no saben qué hacer para solucionar un problema no hacen nada? Las distintas corrientes manifiestan una buena empanada mental en esta cuestión y quizá es uno de los pocos casos en que las posiciones se cruzan sin orden ni concierto. Demasiadas consideraciones morales para acabar cogiéndosela con papel de fumar. Lo que no se puede negar es que la prostitución existe y que es un negocio. Como negocio, no estaría mal que la empleada del sexo pagase sus impuestos igual que la señora que trabaja en una fábrica. Y por supuesto, su regulación exigiría un mayor control sanitario. Desde luego, el no legalizar esta extendida y demandada práctica no va a acabar con el tráfico de mujeres, ni con las mafias, ni con la esclavitud sexual. El no hacer nada no va a solucionar nada. Una diputada de CIU dijo a modo de explicación que "es una cuestión muy compleja". Ya lo había dicho el taxista.

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