La gestión de la dependencia
El independentismo catalán, aunque fragmentado, minoritario y cada vez menos testimonial, oscila entre el disfrute del poder autonómico y la explotación de la quimera secesionista como reclamo electoral
Hay agua en la piscina a la que pretende asomarse Joan Laporta? ¿Serán algún día extrapolables al conjunto de Cataluña los resultados del controvertido referéndum de Arenys de Munt (96% de las papeletas a favor de la autodeterminación)? Disipar la segunda incógnita daría respuesta afirmativa a la primera, pero la política ficción no es disciplina propia de estas páginas. Vayamos, pues, a los hechos.
Para mejor entender el fenómeno es preciso tener en cuenta que en Cataluña el independentismo político y el sociológico no siempre se dan la mano. La única fuerza que se confiesa abiertamente partidaria de la autodeterminación, Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), no goza en este terreno de la hegemonía que sí han conquistado el resto de los partidos catalanes en sus respectivas áreas ideológicas. Prueba de ello es que, preguntados en 2001 por el Centro de Investigaciones Sociológicsa (CIS), el 36% de los encuestados apostaron por la independencia, pero ese dato demoscópico jamás se ha materializado en el Parlamento catalán: en los ocho comicios autonómicos celebrados desde la transición, ERC ha oscilado entre un testimonial 4% del voto, hace dos décadas, hasta un máximo del 16%, cosecha récord de hace seis años. Los republicanos fueron hasta 2003 la cuarta fuerza de la Cámara catalana, por detrás del PP.
La presión de sectores radicales y la pugna electoral con CiU fuerza a Esquerra a alternar pragmatismo y utopía
El retroceso del voto de ERC en las elecciones autonómicas de 2007 coincidió -paradójicamente o no; luego lo veremos- con un paulatino aumento del porcentaje de catalanes que, puestos a escoger, preferirían gozar de un Estado soberano que conservar la vigente fórmula autonómica. Según el Centre d'Estudis d'Opinió (CEO), dependiente de la Generalitat, la tasa de independentismo ha crecido cinco puntos en cuatro años, hasta rozar el 20%. Aún por debajo, por cierto, de las dos opciones preferidas por la inmensa mayoría de la población catalana: que Cataluña siga como comunidad autónoma o que se convierta en "un Estado dentro de una España federal". Dato que muchos, dentro y fuera del territorio catalán, pefieren ignorar.
La aparente paradoja de que los independentistas confesos crezcan y al tiempo mengüe su representanción parlamentaria halla su principal (pero no única) explicación en la histórica, casi patológica fragmentación de este movimiento. Las disensiones en ERC, ya muy visibles durante la Segunda República, se acentuaron tras el franquismo. A su regreso como presidente de la Generalitat, el dirigente de ERC Josep Tarradellas prescindió de las siglas y del discurso independentista. Otro ex consejero republicano, Heribert Barrera, y un joven Joan Hortalà tomaron las riendas del partido, convirtiéndolo en cómoda muleta parlamentaria de Jordi Pujol. La institucionalización de ERC exacerbó la rebeldía del independentismo juvenil, en auge en los 80: desde aventuras combativas como el Moviment de Defensa de la Terra hasta entidades cívicas como la Crida a la Solidaritat, pasando por el terrorismo de Terra Lliure, cuyos atentados causaron un muerto y cuantiosos destrozos.
Quien cimentó la nueva ERC tal como hoy la conocemos fue Àngel Colom, fundador de la Crida que, como mesías de la muchachada soberanista, trató de unificar el independentismo, contribuyó a la disolución de Terra Lliure y en 1995 obtuvo 13 escaños en el Parlamento catalán. Pero al cabo de un año, Colom se escindió para fundar, junto a Laporta entre otros, el malogrado Partit per la Independència. El tándem de Josep-Lluís Carod-Rovira y Joan Puigcercós reflotaría ERC, que en 2003 volvió a la Generalitat, casi 70 años más tarde, de la mano del PSC. Y ahí sigue.
El bienio 2003-2004 fue el cénit de los republicanos: en los estertores del aznarato, la hostilidad del PP le llevó a duplicar el número de escaños autonómicos y pasar de uno a ocho diputados en el Congreso. Y ahí empezaron los problemas: las pugnas entre Carod y Puigcercós; la rigidez de una estructura asamblearia que propició el no al Estatuto; y la insatisfacción de la militancia más radical, que exige la ruptura con el Estado y no componendas institucionales. Todo ello motivó la irrupción de otras listas independentistas en las últimas municipales, las Candidatures d'Unitat Popular (CUP), y la ruptura en cuatro corrientes de Esquerra, aunque sólo el exconsejero Joan Carretero prepara una escisión para la que ya ha tendido la mano a Laporta.
A la proliferación de rivales independentistas hay que sumar, para desgracia de ERC, el giro soberanista del líder de CiU, Artur Mas, que a raíz del referéndum de Arenys se ha declarado partidario de la autodeterminación. La competencia entre CiU y Esquerra por el voto soberanista, clave para entender lo que sucedió con el Estatuto, explica también la mayoría de los movimientos de Mas y Puigcercós con vistas a las elecciones catalanas de 2010.
Menos testimonial que antes pero tan fragmentado como siempre, el independentismo catalán se debate entre el disfrute del poder autonómico y el uso de la quimera secesionista como reclamo electoral. Al precio, eso sí, de predicar pragmatismo los días laborables y alimentar la utopía en los mítines del fin de semana.
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